martes, 23 de abril de 2019

DE LA TORTURA III - IV

Texto de Cesare Beccaria Bonesana
Obra: DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS
Introducción y nota al pie por Abg. Rafael Medina Villalonga

Es estos días tan estresantes del acontecer político venezolano, ha subido a la palestra de la opinión pública nacional e internacional la tortura que practica la dictadura venezolana, especialmente contra los que considera sus enemigos políticos. La más inhumana y funesta de las herramientas de persecución política que pueda emplear tiranía alguna. Instrumento abyecto con el que se pretende conseguir por la fuerza, con violencia y tratos crueles e inhumanos, la información sobre la identidad de supuestos conjurados y planes de los supuestos enemigos del régimen, con los que planeen derrocarlo.

En un ambiente de gran inestabilidad política que instaura un estado general de sospechas, cualquiera que exprese una idea o pensamiento contrario a los intereses políticos del régimen, puede ser detenido sin previa orden judicial ni proceso y conducido por uno de los varios “cuerpos de seguridad” a las cámaras de tortura especialmente dispuestas para estos fines.

Se habla de una tal “casa de seguridad” en el este de Caracas, del Sebin en el Helicoide, de “la tumba” en Plaza Venezuela… y pare de contar.

Nuestra Constitución Nacional vigente, en su artículo 46 abomina la tortura y los tratos crueles e inhumanos. Lamentablemente, es sólo una norma “programática”, que espera por su desarrollo en una ley que ha debido sancionar la Asamblea Nacional “… Dentro del primer año, contado a partir de su instalación…”, según reza la disposición transitoria Cuarta, del texto de nuestra Constitución Nacional. 14 años después, en 2013, fue cuando la AN aprobó esta ley.

Sólo me resta destacar que el egregio autor llega a calificar de ridícula esta práctica de la tortura, que es absolutamente contraria a los fines que persigue y a la ejecución de una correcta política de lo criminal. 

En sucesivas entregas citaré en varios segmentos la ilustrada opinión jurídica de este insigne autor, a quien no dudo en calificar como primer gran poeta y filósofo de la ciencia jurídico penal.

He aquí el tercer y cuarto fragmento de su sabia opinión sobre la tortura:

III
Este infame crisol de la verdad es un monumento todavía subsistente de la antigua y salvaje legislación, cuando eran llamados juicios de Dios las pruebas del fuego y del agua hirviente y la incierta suerte de las armas; como si los anillos de la eterna cadena que está en el seno de la Primera Causa debieran a cada momento desordenarse o separarse por las frívolas decisiones de los hombres. La única diferencia que hay entre la tortura y las pruebas del fuego y del agua hirviente es que el resultado de la primera parece depender de la voluntad del reo y el de las segundas de un hecho puramente físico y extrínseco; pero esta diferencia es solo aparente y no real. Hay tan poca libertad ahora para decir la verdad entre espasmos y desgarros, como la había entonces para impedir sin fraude los efectos del fuego y del agua hirviente. Todo acto de nuestra voluntad es siempre proporcionado a la fuerza de la impresión sensible que es su fuente; y la sensibilidad de todo hombre es limitada. Por ello, la impresión de dolor puede crecer hasta tal punto, que ocupándolo todo, no deje más libertad al torturado que la de escoger el camino más corto en el momento presente para sustraerse a la pena. La respuesta del reo es entonces tan necesaria como antes las impresiones del fuego o del agua. Y así, el inocente sensible se declarará culpable si cree hacer cesar con ello el tormento. Toda diferencia entre ellos –el inocente y el culpable- desaparece por el mismo medio que se pretende emplear para encontrarla.
Este es un medio seguro para absolver a los criminales robustos y condenar a los inocentes débiles. He aquí los falsos inconvenientes de este pretendido criterio de verdad; criterio digno de un caníbal, y que los romanos –bárbaros también ellos por más de un título- reservaban exclusivamente a los esclavos, víctimas de una feroz y demasiado alabada virtud. De dos hombres igualmente inocentes o igualmente culpables, será absuelto el robusto y valeroso, será condenado el flaco y tímido, en virtud de este exacto raciocinio: yo, juez, debía encontraros reos de tal delito; tú vigoroso, has sabido resistir al dolor, y, por tanto, te absuelvo; tú, débil, has cedido a él, y, por tanto, te condeno. Sé que la confesión arrancada entre tormentos no tiene fuerza alguna, pero os atormentaré de nuevo si no confirmáis lo que habéis confesado.
IV
El resultado, pues, de la tortura es un asunto de temperamento y de cálculo, que varía en cada hombre en proporción a su robustez y sensibilidad; tan es así, que con este método un matemático resolvería mejor que un juez este problema: dada la fuerza de los músculos y la sensibilidad de los nervios de un inocente, encuéntrese el grado de dolor que lo hará confesarse culpable de un delito determinado.
El interrogatorio de un reo se hace para conocer la verdad; pero si esta verdad se descubre difícilmente en el aire, en el gesto, en la fisonomía de un hombre tranquilo, mucho menos se descubrirá en un hombre en quien las convulsiones del dolor alteran todos los signos por los cuales del rostro de la mayor parte de los hombres se trasluce –a veces a pesar suyo- la verdad. Toda acción violenta confunde y hace desaparecer las mínimas diferencias de los objetos por las que se distingue a veces lo verdadero de lo falso.
Una extraña consecuencia que se deriva necesariamente del uso de la tortura es que al inocente se le coloca en peor condición que al culpable; pues, si a ambos se le aplica el tormento, el primero tiene todas las combinaciones contrarias; porque o confiesa el delito, y es condenado, o es declarado inocente, y ha sufrido una pena indebida. Pero el culpable tiene una posibilidad a su favor; pues, en efecto, cuando habiendo resistido con firmeza la tortura debe ser absuelto como inocente, ha cambiado una pena mayor por otra menor. Así, pues, mientras el inocente no puede más que perder, el culpable puede ganar.
Finalmente, esta verdad es comprendida aunque confusamente por los mismos que se apartan de ella. No vale la confesión hecha durante la tortura si no está ratificada bajo juramento después de cesar aquella; pero si el reo no confirma el delito, es de nuevo torturado. Algunos doctores y algunas naciones no permiten esta infame petición de principio más que por tres veces; otras naciones y otros doctores la dejan al arbitrio del juez.
Es superfluo reiterar los argumentos citando los innumerables ejemplos de inocentes que se confesaron culpables por causa de los espasmos de la tortura; no hay nación ni época que no cite los suyos; pero ni los hombres cambian, ni sacan consecuencias. No hay hombre que haya llevado sus ideas más allá de las necesidades de la vida, sin que alguna vez haya corrido hacia la naturaleza que lo llaman con voces secretas y confusas; pero el uso, tirano de las mentes, lo rechaza y lo ahuyenta asustado.

Nota: Esta obra fue publicada por primera vez en 1764, en Livorno, Italia. Quien reproduce este fragmento no ha agregado ni intervenido o modificado su redacción en cuanto a sintaxis u ortografía. La traducción es de FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE, catedrático de la Universidad de Salamanca, España. Es edición española de “aguilar s a de ediciones” 1969; primera edición-cuarta reimpresión- 1982. Págs. 95 – 103.

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