lunes, 18 de enero de 2021

SEMBLANZA DE DON ANDRÈS BELLO LÒPEZ (IX)

 

SEMBLANZA DE DON ANDRÈS BELLO LÒPEZ (IX)

                                                        Dr. Juan Andrés Orrego Acuña

                                              Profesor de Derecho Civil U. de Chile

 “El devenir de los pueblos se teje con una lógica que escapa con frecuencia al entendimiento de los hombres. En no pocas oportunidades, el derrotero de un país queda condicionado por la irrupción de una figura descollante, que para bien o para mal, marca a fuego el destino de aquél.”

 SU LLEGADA A CHILE.

"Desembarca Bello en Valparaíso el día 25 de junio de 1829. Tiene ya 48 años, una edad que para el siglo diecinueve, era usualmente la antesala de la muerte. Arribó, describe Enrique Bunster, en el “velero Grecian con su esposa británica Elizabeth Dunn y sus hijos, sin secretario ni sirvientes y con un equipaje de emigrante pobre y muchos baúles y cajones repletos de libros y manuscritos.” Junto a su segunda cónyuge, le acompañaban cinco hijos, dos de su primer matrimonio (Carlos, de 14 años y Francisco de 11 años) y los otros tres del segundo (Juan, de 4 años; Andrés de 3 años; y Ana de un año). Ese mismo año nace en Santiago Miguel, pero fallecerá al año siguiente. Entre 1831 y 1846, llegarían ocho más.

Las crónicas de la época, pintan un retrato descarnado de Valparaíso, que tenía 20.000 habitantes. Los alemanes Eduardo Federico Poepping y el barón Federico Fernando Von Kutlitz, recogen en 1827 “una pobre impresión del Valparaíso de entonces, al que califican de tener calles estrechas y sucias, edificios pobres y alrededores desiertos”. Se comprenderá que resultaba inevitable para Bello y los suyos la comparación entre la metrópoli bullente que era Londres, y el modesto puerto chileno.

Santiago, por su parte, no podía tampoco compararse con ninguna mediana ciudad europea de la época. Hacia 1830, su población era de unos 48.000 habitantes. Su arquitectura era todavía la típica de una ciudad colonial, con calles estrechas y casas de un piso de fachada continua, con patios interiores. En verdad, la impresión que le provocó la capital de Chile no pudo ser muy favorable. Bello se encontró con “Calles sin empedrar, campanas que daban a toda hora el pregón de la oración, acequias desbordadas, voces de sereno comunicando el tiempo a un vecindario sumido aún en modorra secular, y en un extremo la mole sombría del Huelén, refugio de mendigos y maleantes…” Santiago todavía no comenzaba la transformación que llevaría adelante Vicuña Mackenna.

A su llegada a Chile, Orrego Vicuña describe a Bello como “…un hombre fuerte, de recia y sana contextura, trabajada por el sufrimiento y restaurada por la sobriedad de hábitos que tiraron siempre a lo patriarcal. La frente amplísima y muy despejada, los ojos ovalados, de sereno y profundo mirar, como hechos al buceo de las almas y a sumergirse largamente en el estudio y en la contemplación de la naturaleza y de los hombres. La nariz era aguileña, la boca fina, redonda la barba; el pelo escaso y ligeramente ondulado dejaba caer sueltas hebras entrecanas sobre la calva. La voz armoniosa y grave, diestra en el buen decir; los ademanes reposados, el gesto elegante. En suma, fisonomía agradable, prestancia de sabio, de maestro…”.

La situación del país no era nada de halagüeña. Un gobierno debilitado enfrentaba una feroz oposición. Bello, anotó que el país al que llegaba, se debatía “en facciones llenas de animosidad”. Emplea esa expresión en la primera carta que escribe en Chile, dirigida a su amigo José Fernández Madrid, Ministro de Colombia en Londres: “La situación de Chile en este momento no es nada lisonjera: facciones llenas de animosidad; una Constitución vacilante; un Gobierno débil; desorden en todos los ramos de la administración.”

Para apreciar el panorama político de Chile, sumido en una profunda crisis, conviene tener presente lo que al respecto escribe Alberto Edwards Vives: “En 1829, el partido liberal o pipiolo, colocado al cabo de largas vicisitudes en la posesión de un poder efímero y vacilante, se encontraba al frente de una oposición heterogénea a la que en vano se buscaría propósitos o ideales definidos. Pelucones, estanqueros, federales y o‟higginistas componían otros tantos grupos de descontentos, sin más lazo de unión que el deseo de escalar el poder. En tiempos de disolución social los partidos no necesitaban lógica cuando tratan de servir sus ambiciones y así no es extraño ni nuevo el espectáculo de aquella unión monstruosa de los pelucones que encontraban la Constitución de 1828 sobrado federal, y de los federales que la hallaban demasiado conservadora, de los o‟higginistas que querían restablecer el gobierno militar, y de los estanqueros que contaban entre sus filas a los más conspicuos de los carrerinos, víctimas de ese gobierno.”

En efecto, tras la abdicación de O’Higgins, Chile se había sumido en una profunda crisis política. En palabras de Enrique Bunster, después de O’Higgins, “sobreviene el carrusel político de pipiolos, carrerinos, pelucones, o‟higginistas, populacheros, federalistas, estanqueros, unitarios y neutros; se desata el caudillismo, enfermedad pegajosa de la América española, y se suceden las Juntas de Gobierno, los cuartelazos y la seguidilla de gobernantes que no acababan de acomodarse en su sillón cuando tenían que abandonarlo.”

Considerando lo anterior, no puede causar extrañeza que al enterarse Bolívar que Bello había aceptado viajar a Chile, escribiera desde Quito a su ministro en Londres: “yo ruego a Ud. encarecidamente que no deje perderse a ese ilustrado amigo en el país de la anarquía (…) Persuada Ud. a Bello de que lo menos malo que tiene América es Colombia (…) Su patria debe ser preferida a todas, y él, digno de ocupar un puesto muy importante en ella. Yo conozco la superioridad de este caraqueño contemporáneo mío. Fue mi maestro cuando teníamos la misma edad y yo le amaba con respeto. Su esquivez nos ha tenido separados (…) y por lo mismo deseo reconciliarme, es decir, ganarlo para Colombia”.

Pero la decisión ya estaba tomada por Bello, y para nuestra fortuna, no se arredró en viajar al país de la anarquía. Èsta, en todo caso, pronto cesaría.

El enfrentamiento decisivo entre quienes se disputaban la conducción del país, se produciría en Lircay, el 17 de abril de 1830. En los campos aledaños a Talca, la balanza se inclinaba a favor de Prieto y en desmedro de Freire. Quedaban así asentadas las bases para el inicio de los decenios, y para que inmerso en una sociedad más estable y ordenada, la capacidad intelectual de Bello encontrare un suelo más fecundo.

Ese mismo año de 1830, el 17 de diciembre, moría en la hacienda de San Pedro Alejandrino, abandonado, proscrito por los mismos que habían recibido sus favores y devorado por la tisis, el hombre que había soñado con la patria grande americana. No dudamos que Bello debe haberse enterado con dolor profundo de aquella pérdida. La muerte de Bolívar sepultaba el idealismo que había impulsado la gesta emancipadora y anunciaba una política de mayor realismo político. En Chile, el hombre que encarnaría dicho realismo político, sería Diego Portales Palazuelos.

Portales y Bello congeniarían movidos por una misma visión del mundo. En ambos, el pragmatismo se imponía sobre ensoñaciones ideológicas. Como acertadamente dice Encina de Diego Portales, “…nadie como él, en su época, se dio cuenta con igual claridad de la distancia que mediaba entre Bello y el resto de los intelectuales hispanoamericanos.” Portales, después de Lircay, deseaba vehemente incorporar profundas innovaciones en la legislación civil, procesal y penal. Tal deseo crecerá con la influencia de Egaña y de Bello. En el último, descubrió Portales al hombre que necesitaba para la realización de su propósito.

Creía Portales que la obra debía ser encomendada a un solo jurisconsulto para uniformar la tarea. Más, tal propósito no logra concretarse al no encontrar Portales el acuerdo del Congreso, y deberán pasar muchos años para que comenzara a cristalizar esta aspiración. Portales, no alcanzaría a ver estos primeros resultados.

Mientras tanto, el panorama en el resto de las jóvenes naciones hispanoamericanas era desolador. En Bolivia, Sucre era obligado a dimitir presionado por el Perú. Esta nación se enfrentaba después con Colombia. Las tropas peruanas se apoderan de Guayaquil el 21 de enero de 1829, pero después son derrotadas por las tropas colombianas comandadas por el mismo Mariscal de Ayacucho. En la propia Colombia, se subleva el general Córdoba, antiguo compañero de las guerras de la independencia de Bolívar y éste debe enviar una expedición para reducirle. En Venezuela, Páez, Mariño y otros jefes militares y políticos imponen su criterio en orden a la completa separación del país, que estiman capaz de ser gobernado al margen de la Gran Colombia.

El sueño de Bolívar se disuelve sin remedio. Uruguay, rompe definitivamente sus vínculos con Buenos Aires y en 1828, merced a la intervención inglesa, se convierte en un Estado tapón entre Brasil y Argentina, que se habían enfrentado entre los años 1825 y 1828 en una desgastadora guerra. Esta última, por su parte, se debatía en el enfrentamiento entre unitarios y federalistas, y tras la muerte de Dorrego a manos de Lavalle, hecho del cual el último se arrepentiría amargamente, Rosas instalaba su sombrío régimen de terror. Sólo Brasil escapa a esta anarquía colectiva, al instalarse en este país la Casa de Braganza, a cuya cabeza se encuentra Don Pedro I, en 1822. El Imperio brasileño se prolongará, después con Don Pedro II, hasta el año 1889. Así, paradojalmente, un régimen monárquico será el de mayor estabilidad durante el siglo diecinueve, en Sudamérica.

Todo esto explica, en nuestra opinión, por qué Bello, contratado por un gobierno presidido por un liberal, como era el presidente Francisco Antonio Pinto, se plegaría, al llegar a Chile, al bando de los conservadores. Nuevamente su inclinación por el orden y el pragmatismo político, prevalecían por sobre quimeras, que sólo anarquía y muerte habían traído a todos los pueblos hispano-americanos, tras las guerras de la independencia. Como señala Orrego Vicuña, Bello “Quería paz y disciplina, sin las cuales su magisterio resultaría, si no estéril, difícil. ¿Se las dio el partido conservador? Pues con él estuvo. Nada puede reprochársele. Los hombres del régimen liberal le habían contratado para servir a Chile y no a sus banderías.”

Continuará…

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