ANDRÉS BELLO
Caracas, noviembre (1781) 2020
Por Rafael Arraiz Lucca
“Bello fue un autodidacta, que no concluyó sus estudios de Derecho en Caracas. Como poeta, madura su visión americana y produce la Silva a la agricultura de la Zona Tórrida”
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La larga vida de Andrés Bello llega a su final. Estamos en 1865 y este testigo y actor privilegiado ha visto realizarse un sueño. Lo que alguna vez conversó con Bolívar y López Méndez en aquella nave que los llevaba a Inglaterra, es un hecho: las repúblicas americanas se abren paso hacia su razón de ser y en ese camino, sin duda, el aporte de Bello es principal. Tan es así que la poesía americana que le sucede es, en muchos sentidos, tributaria de su proyecto americano. Hasta finales del siglo diecinueve, de su siglo, la influencia del poeta es determinante. No sólo queda su huella en los inmediatos sucesores, que llevan el testigo más allá de donde lo encontraron, sino en autores como Francisco Lazo Martí, casi ochenta años después de la publicación de la Silva A la Agricultura de la Zona Tórrida.
Además de los trabajos de Pedro Grases y la biografía
de Bello del joven Rafael Caldera, en años recientes las biografías de Iván
Jaksic y Pedro Cunill Grau han enriquecido la visión del personaje. Suscribamos
algunas observaciones de Cunill.
Por otra parte, nos informa Pedro Cunill Grau en su
biografía de Bello (Biblioteca Biográfica Venezolana, número 40) que éste leyó
en su período caraqueño (1781-1810) a John Locke, e incluso tradujo partes
del An essay concerning human understanding al español, cuando
seguramente poquísimos contemporáneos suyos, en la entonces Capitanía General
de Venezuela, lo habían leído. Lástima que Bello no estuvo aquí para divulgar a
fondo su pensamiento: si en la mente de nuestros constructores de la República
hubiese estado más presente Locke que Rousseau, es probable que el curso de
nuestra historia hubiese incluido otros matices. No digo que hubiese sido
distinto, ya que sería una exageración.
También sorprende seguir la afirmación que Cunill cita de Grases según la cual “a partir de 1802, no se producirá ningún acontecimiento cultural y público en la Capitanía General hasta 1810 en donde no esté visible la mano y la presencia de Bello”, y es que realmente el caraqueño fue una suerte de bisagra conceptual entre el mundo de la Provincia de Venezuela y el de la República de Venezuela, con la salvedad de no haber vivido en la segunda, pero si haber escrito denodadamente sobre (y para) ella.
Otro sesgo muy bien tratado por Cunill en su biografía aludida es la batalla con el infortunio que sostuvo Bello. No sólo me refiero a la etapa de gravísimas penurias que padeció en Londres, antes de que la “Gran Colombia” lo empleara como Secretario en la Embajada, sino al encuentro con la muerte. Enviudó de su primera esposa, y de los trece hijos que tuvo con las dos esposas con quienes compartió la vida, vio morir a ocho. Esta tragedia no le invadió el ánimo hasta la postración, sino que por el contrario le colocó en la senda del trabajo, del trabajo incesante. De otra manera es incomprensible lo que hizo en Chile, país de adopción para el que redactó su Código Civil y reformó la Universidad, al punto que se le considera su fundador, siendo su Rector durante 23 años, es decir, entre 1842 y 1865, el año de su muerte.
Otra faceta que desde Venezuela no se advierte con claridad es la de la ascendencia política que tuvo Bello en su país de adopción. Una lista de políticos de primer orden, varios presidentes, lo tuvieron como principal consejero, al punto que su magisterio es de tal naturaleza excepcional que no hay otro que se le compare. No tiene sentido especular qué habría pasado en Venezuela si en vez de enfilar su destino hacia el país austral, hubiera recalado aquí, con sus maletas, su prole, y su acendrada sabiduría. En todo caso, el refrán le calza perfecto a este caraqueño de obra colosal: “Nadie es profeta en su tierra.”
Concluimos con una valoración preciosa y precisa de Mariano Picón salas sobre su homólogo humanista. Dice: “Unió como ningún otro letrado la vieja tradición colonial española con todos los nuevos impulsos que desde la Revolución y el Romanticismo empezaron a configurar el alma moderna. Abrió al trato intelectual de otras naciones y otras culturas el entonces cerrado mundo hispanoamericano con la misma decisión que los héroes de la Independencia lo abrían al trato político. Su seria erudición, su sosiego, su don de análisis, su ponderado y frío juicio, sabían canalizar el frenesí. Toda su obra parece así un compromiso necesario entre la tradición y la modernidad.” (Picón Salas, 2004: 62)”
Tomado de diario
EFECTO COCUYO, Venezuela.
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