Texto
de Cesare Beccaria Bonesana
Obra:
DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS
Introducción y nota al
pie por Abg. Rafael Medina Villalonga
En días pasados la “diputada a la asamblea nacional constituyente” María León, pidió en
una reunión plenaria de esa asamblea, la pena de muerte para los traidores a
la patria. Más concretamente, pidió el fusilamiento ante el paredón para aquellos venezolanos
que los personeros de la “justicia”
del régimen consideren traidores a la patria.
Por supuesto que esos “personeros de la justicia” del régimen son todos y cualesquiera de
los funcionarios del aparato represor del gobierno, incluyendo a los extranjeros
que los asesoran y dirigen.
Por manera que si un alto funcionario del gobierno
o del partido o de cualquier aparato policial, judicial o comunal, señalara a
cualquier ciudadano de traidor a la patria, ese sería un candidato perfecto
para aplicar la nueva “legislación
constitucional”: muerte por fusilamiento ante el paredón, al mejor
estilo revolucionario cubano.
Esta propuesta recibió atronadores aplausos
del “populacho” que la aprobaba “por aclamación”. Gracias a dios que “la sangre no llegó al río” y no se les
ocurrió convertirla en una “ley
constitucional” con inmediata vigencia.
Por cierto que esa propuesta de pena de muerte
iba acompañada de la pena “accesoria”
de confiscación de todos los bienes muebles e inmuebles del fusilado.
Bienes que pasarían a engrosar el patrimonio del “pueblo revolucionario”, es
decir del camarada cooperante que hubiera denunciado al traidor. Así se
multiplicarían los camaradas cooperantes vengadores.
Como pensamos que lo están pensando y que
están elevando un globo de ensayo para pulsar la opinión pública, presentamos,
en varias entregas, la opinión jurídica y filosófica del “Padre de la ciencia jurídico penal”
Cesare Beccaria Bonesana, sobre la pena de muerte; vertida en la monumental
obra en referencia, hace más de dos siglos y medio, (1764). Espero que
la disfruten y los ilustre:
III
No es la
intensidad de la pena lo que hace mayor efecto sobre el ánimo humano, sino su
duración; porque nuestra sensibilidad es más fácil y establemente movida por
mínimas pero repetidas impresiones, que por un fuerte pero pasajero impulso. El
imperio de la costumbre es universal sobre todo ser que siente; y así como el
hombre habla y anda y atiende a sus necesidades con la ayuda de ella, así las
ideas morales no se graban en la mente sino por duraderas y reiteradas
impresiones. No es el terrible pero pasajero espectáculo de la muerte de un
criminal, sino el largo y penoso ejemplo de un hombre privado de libertad, que
convertido en bestia de servicio recompensa con sus fatigas a la sociedad que
ha ofendido, lo que constituye el freno más fuerte contra los delitos. Aquel
estribillo frecuentísimamente repetido dentro de nosotros mismos, y por ello
eficaz, que dice: Yo mismo seré reducido a tan
larga y mísera condición si cometo semejantes delitos, es mucho más poderoso que la idea de la muerte, que
los hombres ven siempre en una oscura lontananza.
La pena de
muerte produce una impresión que con su fuerza no suple al rápido olvido,
natural en el hombre incluso en relación con las cosas más esenciales, y
acelerado por las pasiones. Regla general: las pasiones violentas sorprenden a
los hombres, pero no durante largo tiempo, y por ello son aptas para hacer
aquellas revoluciones que transforman a los hombres vulgares en persas o en
lacedemonios; pero en un libre y tranquilo gobierno las impresiones deben ser
más frecuentes que fuertes.
IV
La pena de
muerte llega a ser un espectáculo para la mayor parte, y un objeto de compasión
mezclada con desdén para algunos: estos dos sentimientos ocupan el ánimo de los
espectadores más que el saludable terror que la ley pretende inspirar. Pero en
las penas moderadas y continuas el sentimiento predominante es el último,
porque es el único que inspiran. El límite que debiera fijar el legislador al
rigor de las penas parece consistir en el sentimiento de compasión, cuando
comienza a prevalecer sobre todos los demás en el ánimo de los espectadores de
un suplicio, aplicado más en atención a ellos que por el reo.
Para que una
pena sea justa no debe tener más grados de intensidad que los suficientes para
apartar de los delitos a los hombres. Ahora bien: no hay nadie que,
reflexionándolo, pueda elegir la total y perpetua pérdida de la propia
libertad, por muy ventajoso que pueda serle un delito. Por tanto, la intensidad
de la pena de la esclavitud perpetua sustituyendo a la pena de muerte, basta
para disuadir a cualquier ánimo resuelto. Añado que hay más aún. Muchísimos
miran la muerte con rostro tranquilo y firme; algunos por fanatismo, otros por
vanidad, que casi siempre acompaña al hombre más allá de la tumba, otros por un
último y desesperado intento de no vivir más o salir de la miseria; pero ni el
fanatismo ni la vanidad permanecen entre los grillos o las cadenas, bajo el
palo, bajo el yugo, en una jaula de hierro; el desespero no termina sus males,
sino que los empieza. Nuestro ánimo resiste mejor a la violencia y a los
dolores extremados pero pasajeros, que al tiempo y a la incesante molestia;
porque, por decirlo así, puede condensarse todo él durante un momento para
rechazar los primeros, pero en su vigorosa elasticidad no basta para resistir a
la larga y repetida acción de los segundos. Con la pena de muerte, cada ejemplo
que se da a la nación supone un delito; en la pena de esclavitud perpetua un
solo delito da muchísimos y duraderos ejemplos: y puesto que es importante que
los hombres vean a menudo el poder de las leyes, las penas de muerte no
debieran ser muy distantes entre sí; por tanto, suponen la frecuencia de los
delitos; luego para que este suplicio sea útil es preciso que no haga sobre los
hombres toda la impresión que debiera hacer, es decir, que sea útil y no útil
al mismo tiempo. A quien dijese que la esclavitud perpetua es tan dolorosa como
la muerte y, por tanto, igualmente cruel, le respondería que quizá incluso lo
sea más sumando todos los momentos infelices de la esclavitud; pero estos están
repartidos durante toda la vida y aquella ejerce toda su fuerza en un momento:
y esta es la ventaja de la pena de esclavitud, que atemoriza más a quien la ve
que a quien la sufre; porque el primero considera toda la suma de los momentos
desdichados, mientras que el segundo, por la desgracia del momento presente,
queda distraído de la futura. Todos los males se agrandan en la imaginación; y
quien sufre encuentra compensaciones y consuelos no conocidos ni creídos por
los espectadores, que sustituyen su propia sensibilidad en el ánimo encallecido
del desdichado.
Nota: Esta obra fue publicada por
primera vez en 1764, en Livorno, Italia. Quien reproduce este fragmento no ha
agregado ni intervenido o modificado su redacción en cuanto a sintaxis u
ortografía. La traducción es de FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE, catedrático de la
Universidad de Salamanca, España. Es edición española de “aguilar s a de
ediciones” 1969; primera edición-cuarta reimpresión- 1982. Págs. 114 – 124.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario