lunes, 20 de mayo de 2019

ORIGEN DE LAS PENAS III - IV


Texto de Cesare Beccaria Bonesana
Obra: DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS
Introducción y nota al pie por Abg. Rafael Medina Villalonga
Sirve esta nota para continuar difundiendo el conocimiento y la sabiduría encerrados en las páginas de la maravillosa obra de Cesare Beccaria Bonesana. Si nuestros legisladores y nuestros jueces leyeran, o mejor: estudiaran y comprendieran el significado y alcance de los principios y conceptos vertidos en ella – hace más de 250 años - se abrirían las puertas a la seguridad jurídica, a la justicia, reina de todas las virtudes como la calificó Simón Bolívar, a la paz social, a la democracia y al bien común que tanto anhelamos los venezolanos en esta hora menguada que vive nuestra sociedad toda.

Sólo falta la seriedad que dimana de la madurez. Que a quienes les ha tocado dirigir los destinos de la nación venezolana en estos días aciagos, lleguen a comprender la gravedad de la responsabilidad que les ha tocado en suerte y dejen de actuar como niños a quienes se compra su voluntad con unos caramelos, aunque esos caramelos sean miles o millones de dólares, con los que los tientan los malhechores que han corrompido todos los estratos de nuestra sociedad.

Ciudadanos dirigentes, la Providencia los ha encargado de velar por el bienestar de la gran mayoría de sus conciudadanos inocentes, ingenuos, que no tienen las herramientas del conocimiento y la sabiduría para proveer a sus propios intereses por ellos mismos. Vuestra responsabilidad, vuestra tarea, en estas horas oscuras es razonar y actuar como el adulto para ejercer la responsabilidad de dirigir los destinos de nuestra nación como un “Buen Padre de Familia”.

Hay que acabar con la “viveza criolla”, con la coima, la matraca, el pónganme donde “Haiga”, el “cuanto hay pa’ eso”. Es la hora de la seriedad, del esfuerzo creador, de la remuneración justa por un trabajo bien hecho, del premio al mérito y del castigo al desmedro, al estropicio, a la mala conducta y a la violación a las leyes, a la moral y a las buenas costumbres. ¡Basta de padrinazgos para acceder a un cargo en la cosa pública!

Con el permiso del maestro Rómulo Gallegos, parafraseamos la frase última de su inolvidable “Doña Bárbara”:
¡Tierra venezolana, propicia para el esfuerzo, como lo fue para la hazaña, tierra de horizontes abiertos, donde una raza buena, ama, sufre y espera!

He aquí el tercer y cuarto segmento de este tópico, espero que les aproveche:
III
CONSECUENCIAS
La primera consecuencia de estos principios es que solo las leyes pueden decretar las penas sobre los delitos; y esta autoridad no puede residir más que el legislador, que representa a toda la sociedad unida por un contrato social. Ningún magistrado (que es parte de la sociedad) puede justamente infligir penas contra otro miembro de la misma sociedad. Ahora bien: una pena aumentada más allá del límite fijado por las leyes es la pena justa más otra pena; por tanto, un magistrado no puede bajo ningún pretexto de celo o de bien público aumentar la pena establecida contra un ciudadano delincuente.

La segunda consecuencia es que el soberano, que representa a la misma sociedad, no puede formar sino leyes generales que obliguen a todos los miembros, pero no puede juzgar sobre si uno ha violado el contrato social, puesto que entonces la nación se dividiría en dos partes, una representada por el soberano que afirma la violación del contrato, y la otra por el acusado, que la niega; es, por tanto, necesario que un tercero juzgue sobre la verdad del hecho. He aquí la necesidad de un magistrado, cuyas sentencias sean inapelables y consistan en meras afirmaciones o negaciones de hecho particulares.

La tercera consecuencia es que si se probase que la atrocidad de las penas, ya que no inmediatamente opuesta al bien público y al fin mismo de impedir los delitos, fuese por lo menos inútil, también en tal caso sería no solo contraria a las virtudes benéficas (que son el efecto de una razón ilustrada, que prefiere mandar a hombres felices más que un rebaño de esclavos entre los que se establezca una perpetua circulación de temor y de crueldad), sino que sería también contraria a la justicia y a la naturaleza del mismo contrato social.

IV
INTERPRETACIÓN DE LAS LEYES
Cuarta consecuencia. Tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales puede residir en los jueces de lo criminal, por la misma razón de que no son legisladores. Los jueces no han recibido las leyes de nuestros antepasados como una tradición doméstica o como un testamento que no dejase a los sucesores más que el ciudadano de obedecer; sino que las reciben de la sociedad viviente, o del soberano representante de ella, como legitimo depositario del actual resultado de la voluntad de todos. Las reciben no como obligaciones de un antiguo juramento, que sería nulo puesto que vincularía voluntades no existentes, e inicuo porque reduciría a los hombres del estado de sociedad al estado de rebaño, sino como efectos de un juramento tácito o expreso que han hecho al soberano las voluntades reunidas de los súbditos vivientes, como vínculos necesarios para frenar y regir el fermento intestino de los intereses particulares. Esta es la autoridad física y real de las leyes. ¿Quién será pues, el legítimo interprete de la ley? ¿El soberano, esto es, el depositario de las actuales voluntades de todos; o el juez, cuyo oficio es solo examinar si un hombre ha hecho o no una acción contraria a las leyes?

En todo delito debe hacerse por el juez un silogismo perfecto: la premisa mayor debe ser la ley general; la menor, la acción conforme o no con la ley; la consecuencia, la libertad o pena. Cuando el juez sea constreñido, o cuando quiera hacer aunque sea solo dos silogismos, se abre la puerta a la incertidumbre.

Nota: Esta obra fue publicada por primera vez en 1764, en Livorno, Italia. Quien reproduce este fragmento no ha agregado ni intervenido o modificado su redacción en cuanto a sintaxis u ortografía. La traducción es de FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE, catedrático de la Universidad de Salamanca, España. Es edición española de “aguilar s a de ediciones” 1969; primera edición-cuarta reimpresión- 1982. Págs. 71 – 81.

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