MIGUEL ÁNGEL BUONARROTI
- ¿Cómo logró tal
perfección al representar al ser humano?
Miguel Ángel se quedó pensativo.
- ¿Se refiere a...?
- Me refiero a su parte
anatómica, a la perfección con la que dibuja y esculpe el cuerpo humano.
- Preferiría hablar de
otro tema si no le importa.
- Tal vez más tarde.
- No, no cuente con
ello.
Antoine Piccino se
sacudió unas briznas de polvo de su casaca y continúo la entrevista.
- Ya veo, no quiere
hacer público sus secretos.
- No, no se trata de
eso.
- Entonces, qué se lo
impide.
- Ya le dije,
preferiría no tocar ese tema.
- Como quiera, hablemos
de sus comienzos, de cuando era niño... ¿Dónde nació?
Un semblante más
relajado apareció en el rostro del maestro.
- Hace tantos años ya
que casi lo olvide.
- Aún se ve joven.
- Se lo agradezco...
Nací en la pequeña población de Caprese, el 6 de marzo de 1475.
- Pronto cumplirá años
entonces.
- Así es, uno más... Es
un pueblo de unos pocos miles de habitantes, donde no sé por qué el invierno es
más fuerte que en otras partes de Italia.
-¿Sus padres también
eran de esa región?
- Creo que sí. Papá
trabajaba para los Médicis. Dulovico di Leonardo di Buonarroti era su nombre.
Francesca, mi madre, murió cuando yo tenía 6 años.
- Lo siento.
- Yo también lo siento.
A penas 6 años, imagínese. No sabía lo que había pasado, adónde se había ido.
Mis cuatro hermanos se sentían tan perdidos como yo. Ya nos habríamos mudado a
Florencia.
- Tal vez ella influyó
en su arte.
-¿Cree en esas cosas?
- Se lo pregunto a
usted.
- Ya no sé qué creer.
Posiblemente sí. Posiblemente al morir no se fue del todo y una parte de ella
se quedó a mi lado, guiando mi pincel y empuñando mi martillo.
- El arte... Quizás fue
el único refugio que encontró, lo que ayudo a enfrentar la orfandad. ¿Fue el
arte lo que lo ayudo a superar la soledad, el desconsuelo y a producir algunas
de las obras más excelsas de las que tengamos noticias?
- Es posible -dijo, y
se encogió de hombros.
- Cuénteme sobre sus
inicios en Florencia.
- En aquellos años
Florencia era una ciudad de poco más de cuarenta mil habitantes, culta y
refinada, como siempre lo ha sido; la cuna del arte italiano, diría yo. El río
Arno y las murallas que la protegen de los ataques enemigos le dan cierto color
milenario que la hacen más enigmática y atractiva; todavía estaba bajo el mando
de los Médicis. Yo tenía trece años cuando comencé con la pintura. Papá no
estuvo de acuerdo, pero yo, terco como una mula y con un carácter de mil
demonios, me empeñe en estudiar pintura. Han cambiado muchos las cosas pero,
cuando yo era muchacho, ser pintor era un oficio de, digamos, bajo nivel
social, o de poca consideración, algo más para vagos que para gente seria y
trabajadora. Así que mejor era eso que nada y en contra de su voluntad aceptó
que tomara clases con el maestro Domenico Ghirlandaio, con quien aprendí lo
básico.
- Él era especialista
en cuadros religiosos, ¿no es cierto?
- Sí, era lo que más
pintaba.
- Se dice que usted intervenía
en sus obras.
- Me da vergüenza
reconocerlo.
- Entonces, ¿es verdad?
- Me temo que sí. Yo
era muy conflictivo para esa época (creo que todavía lo soy, sino pregúntele al
Papa). Cuando estábamos trabajando en el taller, si un trazo no me gustaba,
aunque fuera del maestro, yo tomaba el pincel y repasaba la línea, la cambiaba
o la borraba del todo si era necesario. Ghirlandaio, sorprendido, con los ojos
tan abiertos como los de mi Sibila,
me miraba sin poder creerlo.
- ¿Eso le trajo
problemas?
- Claro que me trajo
problemas. Que maestro puede aceptar que su imberbe aprendiz toque sus obras
sin permiso.
- ¿Lo despidió?
- Prácticamente. Me cogió
por el brazo y me llevo al jardín de los Médicis, dirigido por el maestro
Bertoldo di Giovanni. Fue cuando descubrí que la escultura, al menos para mí,
es la máxima expresión del arte.
- Entiendo. ¿Quiere
decir que fue en la escuela de Bertoldo di Giovanni donde aprendió a
representar al cuerpo humano con tanta perfección?
-
No, no fue de allí –dijo el maestro de forma tajante.
Piccino se le quedó
mirando como suplicando una respuesta, pero Miguel Ángel cambio de tema sin
darle tiempo a insistir.
- Mi primera escultura
fue la de un viejo. Me inspire en la máscara de un fauno. Creo que no lo hice
tan mal porque Lorenzo de Médicis, al verla, me llevó a su corte de filósofos,
artistas, poetas y burgueses que pregonaban el humanismo. Fue un gran momento.
- ¿Eso le dio cierta
fama?
- Es posible. Al menos
sentí que mi nombre comenzaba a ser respetado. Florencia era una República
democrática. Sus habitantes nos sentíamos libres. Se hablaba sin miedo.
Imperaba la diversidad y el contraste de opiniones. No había obstáculos que me
impidieran concentrarme en la belleza del cuerpo humano, de sus formas, de sus
colores y de su luz.
Piccino aprovechó el
breve lapsus del maestro para replantear su pregunta:
- Tal vez la perfección
con la que logra reproducir con tanta exactitud la anatomía humana la adquirió
usted estudiando las esculturas griegas, ¿no es cierto?
- Imagino que tiene
muchas otras preguntas que hacer.
- Claro, claro –dijo
Piccino sin perder el entusiasmo ni las esperanzas de conseguir una respuesta a
su inquietud inicial, como si supiera que había algo más tras aquellas
evasivas-. Hablemos del fraile Dominico Girolamo Savonarola. Se afirma que
odiaba a los Médicis.
- Eso parece.
Savonarola decía que la sífilis y el vicio estaban destruyendo a Florencia, que
la iglesia amparaba a prostitutas y a ladrones, que perseguía a los buenos
ciudadanos y que la vida cristiana estaba siendo dirigida por el propio diablo.
En parte tenía razón.
- ¿Su prédica lo hizo
reflexionar?
- Si, debo reconocer,
me perturbó. Sus discursos llevaban a preguntarse si eran excluyentes el placer
y el deber, el cuerpo y el espíritu, la fe y el conocimiento.
- ¿Y que concluyó?
- Aun me debato ante esas
preguntas: ¿Es pecado la belleza? ¿Obran los sentidos contra el espíritu? ¿El
arte debe evitar los desnudos?
- Al parecer superó
todas esas inquietudes.
- No, no las superé,
solo me deje llevar por la belleza. Mis desnudos no deben ser vistos como una
incitación al pecado, sino como un canto a la belleza.
- Son tan reales…
- Si, lo son… pero no
pienso contestar a su primera pregunta. La perfección debe buscarse a toda
costa y no estoy dispuesto a decirle donde la encontré.
Piccino rió con entusiasmo
y pudo apreciar en el rostro del maestro una señal, un alisamiento en su ceño y
un brillo juguetón en sus ojos, como si se estuviese ablandando y ya no
estuviese tan seguro de guardar el secreto de sus obras tan anatómicamente perfectas.
- Al fin el fraile se
impuso.
- Si, Alejandro VI, al
ver la tormenta que se avecinaba, le ofreció el cargo de dignatario de la
iglesia. Era obvio que pretendía que Savonarola se callara, sacarlo del camino,
o que al menos suavizara su discurso, pero él no lo hizo, no acepto el cargo y
no modifico su conducta. Reclamaba una república teocrática, la destrucción del
arte pagano y la vuelta al sacro, acabar con todo el arte que consideraba
lascivo. Protestaba, en suma, por los excesos de la iglesia católica.
- Después de todo acabo
con los Médicis.
- Así es, y hui de
allí. Trabajé en Venecia y en Bolonia.
Después de una larga
ausencia regrese a Florencia.
- La republica
teocrática en pleno apogeo.
- En pleno apogeo y
haciendo de las suyas. Era un régimen opresivo. Hasta los niños eran obligados
a delatar a los paganos. En octubre de 1497, nunca olvidare esa fecha, el mismo
Savonarola encendió una hoguera en la plaza de la Signoria con todo lo que para
él representaba signos paganos: joyas, figuras, instrumentos musicales, cuadros
y hasta libros. Recuerdo especialmente los libros de Bocaccio y de Petrarca,
que los tiró al fuego por tratar temas impúdicos. La llamó “hoguera de las
vanidades”.
- Pagó un alto precio
por ello.
- Fue excomulgado, el
Papa Alejandro VI lo excomulgó.
- Al parecer eso no le
sirvió de escarmiento.
- No, no aprendió la
lección. Poco después organizo una hoguera aún mayor.
- Ese fue su fin.
- Si, y qué fin. Fue
acusado de herejía y quemado en una hoguera como las que él solía usar.
- Pero volvamos con
usted. Tengo entendido que después de lo de Savonarola usted se fue Roma.
- Sí.
- Allí fue donde recibió el encargo para esculpir la
Pieta, considerada una de sus obras
maestras.
- Si, una de ellas.
- Que por cierto no firmó.
- No, no hacía falta.
- ¿Por qué lo dice?
- Porque estaba seguro de que la “obra seria tal que
ningún maestro de la época podría hacerla mejor”.
- Háblenos de ella.
- Bueno, como ya dijo tres meses después de la
ejecución del fraile y de la caída de su efímera República, fui a Roma. Me
entreviste con el cardenal Bilheres de Lagraulas, quien en ese momento era
embajador de Carlos VIII ante el Papa Alejandro VI. Tuvimos una conversación
muy cordial. Me encargo la escultura y me puse a trabajar de inmediato.
- ¿Qué sintió mientras la hacía?
- Es difícil explicarlo con palabras. Disfrute mucho
haciéndola, descubriendo las figuras que la piedra escondía. Cada martillazo
tenia vida propia, quitaba los excesos, removía capas, seguía curvas sin tocar
los cuerpos, solo para ir develándolos en toda su perfección.
- Ah, la perfección anatómica de sus obras. No
pierdo la esperanza de que me diga como…
- La concluí en 1499.
- Entiendo… Dígame, ¿por qué hizo a la Virgen tan
joven? Difícilmente una mujer de esa edad puede ser la madre de Jesús, que en
su obra si representa los años que tiene al momento de su muerte.
- Era una virgen, recuerde. Y la juventud es un
símbolo de su pureza inmaculada. No tengo mucho que agregar al respecto. Así la
imagine, siempre joven y angelical, y así emergió del mármol.
- Su inspiración no paró ahí. A penas dos años
después en Florencia comenzó a trabajar en su David.
- David,
el gigante, así lo llama la gente. Es un bello recuerdo. Lo comencé a esculpir
en la plaza de la Signoria.
- Tengo entendido que la piedra que utilizó tenía
otro destino.
- Es cierto. Agostino de Duccio esculpía en ella a
un profeta. No sé cómo fue a parar a mis manos. Ya estaba golpeada cuando
comencé a trabajarla. Así que tuve miedo de que mientras martillaba, en vez de
un bello y musculoso joven saliera de ella un anciano de larga barba y tablas
entre los brazos.
- Sus palabras esconden un agradable humor.
- No, se equivoca, no lo tengo, solo son ideas que a
veces parecen jocosas.
- Sus amigos se deben deleitar con ellas.
- “No tengo amigos, no los necesito ni los quiero”.
- Tampoco Leonardo.
- Tampoco Leonardo. Sólo hemos sido rivales. Ambos
trabajamos en la decoración de la Sala de Consejo del palacio de la Signoria.
En lo único en que nos parecemos es en el rechazo a la guerra y tal vez en la
representación magnificada de la virilidad masculina. De resto somos polos
opuestos.
- ¿Sabía él su secreto para lograr la perfección
física en la figura humana?
- No. Nadie lo sabe.
- Ni Rafael.
- Mucho menos Rafael. Gracias a Rafael de Urbino
rompí con el Papa Julio II. Influyó en este último para que paralizara la obra
de su mausoleo que yo ya había comenzado. Me causó un gran dolor de cabeza, a
pesar de que “todo lo que poseía, en cuanto a arte, lo aprendió de mi”.
- Luego se reconciliaron, ¿no es así? Me refiero al
Papa y a usted.
- Si, el Papa me propuso que pintara la bóveda de la
capilla Sixtina.
- Razón suficiente para reconciliarse.
- Claro que me honro la propuesta, aunque se tratara
de pintura.
- ¿Qué quiere decir con eso?
- Que hubiera preferido esculpir que pintar, la
pintura no está a la altura de la escultura.
- Sin embargo lo hizo como nadie.
- Dejé parte de mi vida en ella. Fueron cuatro años.
Lo recuerdo perfectamente… desde 1508 hasta 1512. Cuatro años de encierro,
trescientas figuras en un vasto techo.
- Es una obra grandiosa: figuras de sibilas, de
profetas, escenas del Génesis que tratan del principio de la vida, recreaciones
del pecado original y del castigo, la prehistoria judeocristiana en su máximo
esplendor, desnudos maravillosos como manifestación de la belleza física… Es
realmente extraordinaria.
- Eso se comenta.
- Luego el Juicio
Universal.
- Si, muchos años después regrese a la capilla Sixtina.
Paulo III me encargo esa pintura. Tenía sesenta y seis años cuando la termine,
imagínese. Los romanos la aplaudieron pero muchos también estuvieron en contra.
Decían que los desnudos eran inmorales. Algunos muy cercanos al Papa la
calificaron de deshonesta, ¡quien lo hubiese pensado!, porque los personajes
mostraban sus partes íntimas, algo para ellos vergonzoso. Algunos llegaron a
sugerir que la lanzaran a la hoguera. Fue tanta la presión que veinte años
después, por orden del Papa Paulo IV, cubrieron los desnudos para siempre. No
pude hacer nada para evitarlo. Mis ojos se nublaron y mi alma se ennegreció…
Después de todo aquel sacrificio, de las noches sin dormir, de la comida
escasa, de la soledad siempre presente, cubrieron lo más bello de la obra.
Recuerdo que para trabajar de noche llegue a fabricarme un casco de cartón para
poder una vela sobre él y así poder usar mis dos manos para pintar.
- Ha sido un gran error, una gran injusticia la que
se ha cometido con su obra… No saben apreciar el arte.
Miguel Ángel miró fijamente a su entrevistador, lo
escrutó a fondo por largos segundos como si delineara uno de sus más exquisitos
trazos y le dijo:
- Es cierto, no saben apreciar el verdadero arte. Y
si mis desnudos son despreciados de que sirve entonces guardar secretos.
Una sonrisa apareció en el rostro de Piccino. Pensó
ilusionado: “¿Me lo dirá entonces? ¿Me dirá como logra tal perfección al
esculpir o pintar venas y arterias, músculos y huesos, reflejar de modo tan
real el dolor y alegría, la tranquilidad y el desasosiego… me lo dirá?”
- Me parece razonable –dijo Piccino tratando de
esconder su emoción.
Miguel Ángel se puso de pie, caminó hasta la
ventana, miró a lo lejos las riveras del Arno y le dijo en baja voz:
- Diseccionando cadáveres, amigo mío, diseccionando
cadáveres.
Heberto Camero Contín
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