viernes, 6 de enero de 2017

CONVERSACIONES CON LOS PINTORES MALDITOS

MIGUEL ÁNGEL BUONARROTI
- ¿Cómo logró tal perfección al representar al ser humano?
Miguel Ángel se quedó pensativo.
- ¿Se refiere a...?
- Me refiero a su parte anatómica, a la perfección con la que dibuja y esculpe el cuerpo humano.
- Preferiría hablar de otro tema si no le importa.
- Tal vez más tarde.
- No, no cuente con ello.
Antoine Piccino se sacudió unas briznas de polvo de su casaca y continúo la entrevista.
- Ya veo, no quiere hacer público sus secretos.
- No, no se trata de eso.
- Entonces, qué se lo impide.
- Ya le dije, preferiría no tocar ese tema.
- Como quiera, hablemos de sus comienzos, de cuando era niño... ¿Dónde nació?
Un semblante más relajado apareció en el rostro del maestro.
- Hace tantos años ya que casi lo olvide.
- Aún se ve joven.
- Se lo agradezco... Nací en la pequeña población de Caprese, el 6 de marzo de 1475.
- Pronto cumplirá años entonces.
- Así es, uno más... Es un pueblo de unos pocos miles de habitantes, donde no sé por qué el invierno es más fuerte que en otras partes de Italia.
-¿Sus padres también eran de esa región?
- Creo que sí. Papá trabajaba para los Médicis. Dulovico di Leonardo di Buonarroti era su nombre. Francesca, mi madre, murió cuando yo tenía 6 años.
- Lo siento.
- Yo también lo siento. A penas 6 años, imagínese. No sabía lo que había pasado, adónde se había ido. Mis cuatro hermanos se sentían tan perdidos como yo. Ya nos habríamos mudado a Florencia.
- Tal vez ella influyó en su arte.
-¿Cree en esas cosas?
- Se lo pregunto a usted.
- Ya no sé qué creer. Posiblemente sí. Posiblemente al morir no se fue del todo y una parte de ella se quedó a mi lado, guiando mi pincel y empuñando mi martillo.
- El arte... Quizás fue el único refugio que encontró, lo que ayudo a enfrentar la orfandad. ¿Fue el arte lo que lo ayudo a superar la soledad, el desconsuelo y a producir algunas de las obras más excelsas de las que tengamos noticias?
- Es posible -dijo, y se encogió de hombros.
- Cuénteme sobre sus inicios en Florencia.
- En aquellos años Florencia era una ciudad de poco más de cuarenta mil habitantes, culta y refinada, como siempre lo ha sido; la cuna del arte italiano, diría yo. El río Arno y las murallas que la protegen de los ataques enemigos le dan cierto color milenario que la hacen más enigmática y atractiva; todavía estaba bajo el mando de los Médicis. Yo tenía trece años cuando comencé con la pintura. Papá no estuvo de acuerdo, pero yo, terco como una mula y con un carácter de mil demonios, me empeñe en estudiar pintura. Han cambiado muchos las cosas pero, cuando yo era muchacho, ser pintor era un oficio de, digamos, bajo nivel social, o de poca consideración, algo más para vagos que para gente seria y trabajadora. Así que mejor era eso que nada y en contra de su voluntad aceptó que tomara clases con el maestro Domenico Ghirlandaio, con quien aprendí lo básico.
- Él era especialista en cuadros religiosos, ¿no es cierto?
- Sí, era lo que más pintaba.
- Se dice que usted intervenía en sus obras.
- Me da vergüenza reconocerlo.
- Entonces, ¿es verdad?
- Me temo que sí. Yo era muy conflictivo para esa época (creo que todavía lo soy, sino pregúntele al Papa). Cuando estábamos trabajando en el taller, si un trazo no me gustaba, aunque fuera del maestro, yo tomaba el pincel y repasaba la línea, la cambiaba o la borraba del todo si era necesario. Ghirlandaio, sorprendido, con los ojos tan abiertos como los de mi Sibila, me miraba sin poder creerlo.
- ¿Eso le trajo problemas?
- Claro que me trajo problemas. Que maestro puede aceptar que su imberbe aprendiz toque sus obras sin permiso.
- ¿Lo despidió?
- Prácticamente. Me cogió por el brazo y me llevo al jardín de los Médicis, dirigido por el maestro Bertoldo di Giovanni. Fue cuando descubrí que la escultura, al menos para mí, es la máxima expresión del arte.
- Entiendo. ¿Quiere decir que fue en la escuela de Bertoldo di Giovanni donde aprendió a representar al cuerpo humano con tanta perfección?
- No, no fue de allí –dijo el maestro de forma tajante.
Piccino se le quedó mirando como suplicando una respuesta, pero Miguel Ángel cambio de tema sin darle tiempo a insistir.
- Mi primera escultura fue la de un viejo. Me inspire en la máscara de un fauno. Creo que no lo hice tan mal porque Lorenzo de Médicis, al verla, me llevó a su corte de filósofos, artistas, poetas y burgueses que pregonaban el humanismo. Fue un gran momento.
- ¿Eso le dio cierta fama?
- Es posible. Al menos sentí que mi nombre comenzaba a ser respetado. Florencia era una República democrática. Sus habitantes nos sentíamos libres. Se hablaba sin miedo. Imperaba la diversidad y el contraste de opiniones. No había obstáculos que me impidieran concentrarme en la belleza del cuerpo humano, de sus formas, de sus colores y de su luz.
Piccino aprovechó el breve lapsus del maestro para replantear su pregunta:
- Tal vez la perfección con la que logra reproducir con tanta exactitud la anatomía humana la adquirió usted estudiando las esculturas griegas, ¿no es cierto?
- Imagino que tiene muchas otras preguntas que hacer.
- Claro, claro –dijo Piccino sin perder el entusiasmo ni las esperanzas de conseguir una respuesta a su inquietud inicial, como si supiera que había algo más tras aquellas evasivas-. Hablemos del fraile Dominico Girolamo Savonarola. Se afirma que odiaba a los Médicis.
- Eso parece. Savonarola decía que la sífilis y el vicio estaban destruyendo a Florencia, que la iglesia amparaba a prostitutas y a ladrones, que perseguía a los buenos ciudadanos y que la vida cristiana estaba siendo dirigida por el propio diablo. En parte tenía razón.
- ¿Su prédica lo hizo reflexionar?
- Si, debo reconocer, me perturbó. Sus discursos llevaban a preguntarse si eran excluyentes el placer y el deber, el cuerpo y el espíritu, la fe y el conocimiento.
- ¿Y que concluyó?
- Aun me debato ante esas preguntas: ¿Es pecado la belleza? ¿Obran los sentidos contra el espíritu? ¿El arte debe evitar los desnudos?
- Al parecer superó todas esas inquietudes.
- No, no las superé, solo me deje llevar por la belleza. Mis desnudos no deben ser vistos como una incitación al pecado, sino como un canto a la belleza.
- Son tan reales…
- Si, lo son… pero no pienso contestar a su primera pregunta. La perfección debe buscarse a toda costa y no estoy dispuesto a decirle donde la encontré.
Piccino rió con entusiasmo y pudo apreciar en el rostro del maestro una señal, un alisamiento en su ceño y un brillo juguetón en sus ojos, como si se estuviese ablandando y ya no estuviese tan seguro de guardar el secreto de sus obras tan anatómicamente perfectas.
- Al fin el fraile se impuso.
- Si, Alejandro VI, al ver la tormenta que se avecinaba, le ofreció el cargo de dignatario de la iglesia. Era obvio que pretendía que Savonarola se callara, sacarlo del camino, o que al menos suavizara su discurso, pero él no lo hizo, no acepto el cargo y no modifico su conducta. Reclamaba una república teocrática, la destrucción del arte pagano y la vuelta al sacro, acabar con todo el arte que consideraba lascivo. Protestaba, en suma, por los excesos de la iglesia católica.
- Después de todo acabo con los Médicis.
- Así es, y hui de allí. Trabajé en Venecia y en Bolonia.
Después de una larga ausencia regrese a Florencia.
- La republica teocrática en pleno apogeo.
- En pleno apogeo y haciendo de las suyas. Era un régimen opresivo. Hasta los niños eran obligados a delatar a los paganos. En octubre de 1497, nunca olvidare esa fecha, el mismo Savonarola encendió una hoguera en la plaza de la Signoria con todo lo que para él representaba signos paganos: joyas, figuras, instrumentos musicales, cuadros y hasta libros. Recuerdo especialmente los libros de Bocaccio y de Petrarca, que los tiró al fuego por tratar temas impúdicos. La llamó “hoguera de las vanidades”.
- Pagó un alto precio por ello.
- Fue excomulgado, el Papa Alejandro VI lo excomulgó.
- Al parecer eso no le sirvió de escarmiento.
- No, no aprendió la lección. Poco después organizo una hoguera aún mayor.
- Ese fue su fin.
- Si, y qué fin. Fue acusado de herejía y quemado en una hoguera como las que él solía usar.
- Pero volvamos con usted. Tengo entendido que después de lo de Savonarola usted se fue  Roma.
- Sí.
- Allí fue donde recibió el encargo para esculpir la Pieta, considerada una de sus obras maestras.
- Si, una de ellas.
- Que por cierto no firmó.
- No, no hacía falta.
- ¿Por qué lo dice?
- Porque estaba seguro de que la “obra seria tal que ningún maestro de la época podría hacerla mejor”.
- Háblenos de ella.
- Bueno, como ya dijo tres meses después de la ejecución del fraile y de la caída de su efímera República, fui a Roma. Me entreviste con el cardenal Bilheres de Lagraulas, quien en ese momento era embajador de Carlos VIII ante el Papa Alejandro VI. Tuvimos una conversación muy cordial. Me encargo la escultura y me puse a trabajar de inmediato.
- ¿Qué sintió mientras la hacía?
- Es difícil explicarlo con palabras. Disfrute mucho haciéndola, descubriendo las figuras que la piedra escondía. Cada martillazo tenia vida propia, quitaba los excesos, removía capas, seguía curvas sin tocar los cuerpos, solo para ir develándolos en toda su perfección.
- Ah, la perfección anatómica de sus obras. No pierdo la esperanza de que me diga como…
- La concluí en 1499.
- Entiendo… Dígame, ¿por qué hizo a la Virgen tan joven? Difícilmente una mujer de esa edad puede ser la madre de Jesús, que en su obra si representa los años que tiene al momento de su muerte.
- Era una virgen, recuerde. Y la juventud es un símbolo de su pureza inmaculada. No tengo mucho que agregar al respecto. Así la imagine, siempre joven y angelical, y así emergió del mármol.
- Su inspiración no paró ahí. A penas dos años después en Florencia comenzó a trabajar en su David.
- David, el gigante, así lo llama la gente. Es un bello recuerdo. Lo comencé a esculpir en la plaza de la Signoria.
- Tengo entendido que la piedra que utilizó tenía otro destino.
- Es cierto. Agostino de Duccio esculpía en ella a un profeta. No sé cómo fue a parar a mis manos. Ya estaba golpeada cuando comencé a trabajarla. Así que tuve miedo de que mientras martillaba, en vez de un bello y musculoso joven saliera de ella un anciano de larga barba y tablas entre los brazos.
- Sus palabras esconden un agradable humor.
- No, se equivoca, no lo tengo, solo son ideas que a veces parecen jocosas.
- Sus amigos se deben deleitar con ellas.
- “No tengo amigos, no los necesito ni los quiero”.
- Tampoco Leonardo.
- Tampoco Leonardo. Sólo hemos sido rivales. Ambos trabajamos en la decoración de la Sala de Consejo del palacio de la Signoria. En lo único en que nos parecemos es en el rechazo a la guerra y tal vez en la representación magnificada de la virilidad masculina. De resto somos polos opuestos.
- ¿Sabía él su secreto para lograr la perfección física en la figura humana?
- No. Nadie lo sabe.
- Ni Rafael.
- Mucho menos Rafael. Gracias a Rafael de Urbino rompí con el Papa Julio II. Influyó en este último para que paralizara la obra de su mausoleo que yo ya había comenzado. Me causó un gran dolor de cabeza, a pesar de que “todo lo que poseía, en cuanto a arte, lo aprendió de mi”.
- Luego se reconciliaron, ¿no es así? Me refiero al Papa y a usted.
- Si, el Papa me propuso que pintara la bóveda de la capilla Sixtina.
- Razón suficiente para reconciliarse.
- Claro que me honro la propuesta, aunque se tratara de pintura.
- ¿Qué quiere decir con eso?
- Que hubiera preferido esculpir que pintar, la pintura no está a la altura de la escultura.
- Sin embargo lo hizo como nadie.
- Dejé parte de mi vida en ella. Fueron cuatro años. Lo recuerdo perfectamente… desde 1508 hasta 1512. Cuatro años de encierro, trescientas figuras en un vasto techo.
- Es una obra grandiosa: figuras de sibilas, de profetas, escenas del Génesis que tratan del principio de la vida, recreaciones del pecado original y del castigo, la prehistoria judeocristiana en su máximo esplendor, desnudos maravillosos como manifestación de la belleza física… Es realmente extraordinaria.
- Eso se comenta.
- Luego el Juicio Universal.
- Si, muchos años después regrese a la capilla Sixtina. Paulo III me encargo esa pintura. Tenía sesenta y seis años cuando la termine, imagínese. Los romanos la aplaudieron pero muchos también estuvieron en contra. Decían que los desnudos eran inmorales. Algunos muy cercanos al Papa la calificaron de deshonesta, ¡quien lo hubiese pensado!, porque los personajes mostraban sus partes íntimas, algo para ellos vergonzoso. Algunos llegaron a sugerir que la lanzaran a la hoguera. Fue tanta la presión que veinte años después, por orden del Papa Paulo IV, cubrieron los desnudos para siempre. No pude hacer nada para evitarlo. Mis ojos se nublaron y mi alma se ennegreció… Después de todo aquel sacrificio, de las noches sin dormir, de la comida escasa, de la soledad siempre presente, cubrieron lo más bello de la obra. Recuerdo que para trabajar de noche llegue a fabricarme un casco de cartón para poder una vela sobre él y así poder usar mis dos manos para pintar.
- Ha sido un gran error, una gran injusticia la que se ha cometido con su obra… No saben apreciar el arte.
Miguel Ángel miró fijamente a su entrevistador, lo escrutó a fondo por largos segundos como si delineara uno de sus más exquisitos trazos y le dijo:
- Es cierto, no saben apreciar el verdadero arte. Y si mis desnudos son despreciados de que sirve entonces guardar secretos.
Una sonrisa apareció en el rostro de Piccino. Pensó ilusionado: “¿Me lo dirá entonces? ¿Me dirá como logra tal perfección al esculpir o pintar venas y arterias, músculos y huesos, reflejar de modo tan real el dolor y alegría, la tranquilidad y el desasosiego… me lo dirá?”
- Me parece razonable –dijo Piccino tratando de esconder su emoción.
Miguel Ángel se puso de pie, caminó hasta la ventana, miró a lo lejos las riveras del Arno y le dijo en baja voz:

- Diseccionando cadáveres, amigo mío, diseccionando cadáveres.
Heberto Camero Contín

No hay comentarios.:

Publicar un comentario