domingo, 6 de septiembre de 2020

ANTONIO ARRÁIZ, VIGENCIA, OBRA Y PERSONAJE

 

ANTONIO ARRÁIZ, VIGENCIA, OBRA Y PERSONAJE

6 de septiembre 2020

                                                                                               Por Rafael Arraiz Lucca

 

“El 27 de marzo de 1903 veía la luz en Barquisimeto el hijo del doctor Juan Arráiz y de Concepción Mujica. Pertenecía a una familia enraizada en el estado Lara desde los tiempos de la fundación de Carora y Barquisimeto, procedentes de la puebla de Arráiz (Navarra), que en euskera no quiere decir otra cosa que “La roca”, toponímico al que nuestro escritor rendirá honor, probablemente sin saber que eso significaba su apellido, durante toda su vida.

 

Los Arráiz Mujica se mudan a Caracas en 1911, y Antonio y sus hermanos estudian en el legendario Colegio Alemán, para luego cursar el bachillerato en el Liceo Andrés Bello. A los 16 años toma una decisión extrañísima para su época: se embarca en La Guaira rumbo a Nueva York: quiere ser actor de cine o, en su defecto, aviador. Ni un sueño ni otro se hizo realidad. Tres años después regresa a su país, después de haber lavado platos en restaurantes de Manhattan, y haber sido caletero en los puertos de la isla. Eso sí, aprendió una lengua a la que ya no dejó de amar, y leyó a Whitman en estado de embeleso. Su vida había cambiado para siempre.

 

Nueva York: ida y vuelta

Pero el fracaso, como suele ocurrir, le dio otros tesoros: en Manhattan se dedicó a oficios humildes. Limpió alfombras, fue empleado de una empresa que exportaba telas, cargó cajas en un astillero, fue obrero en una fábrica de galletas, hasta que finalmente el desempleo lo doblegó sobre el banco de una plaza. Siendo casi un indigente se tropezó con él un amigo de su padre que le facilitó ayuda. Mientras padecía el rigor de la intemperie, escribía a casa diciendo que había triunfado, que era rico.

 

Dos años después de estas aventuras novelescas regresa al país, en 1922. Va a cumplir, apenas, 19 años, pero habla inglés, ya entonces, según Uslar Pietri: “Había leído a Homero, a Buffalo Bill y algo de Walt Whitman”, lo mismo cree su biógrafo más agudo, Juan Liscano: “Si Whitman pudo conmoverlo, también lo hizo Homero.” El punto es central, porque de no haber leído en estos años neoyorquinos a Whitman, la poesía que va a escribir sería inexplicable.

 

Comienza a trabajar en una empresa distribuidora de películas en Caracas y se esmera en la publicidad del séptimo arte. Entonces, traba amistad con el poeta Luis Enrique Mármol y comparte dos pasiones aparentemente dispares: la poesía y la esgrima. Acomete sus primeros poemas y termina por recogerlos en un libro memorable: Áspero (1924), un poemario que la crítica unánimemente considera el inicio de la vanguardia poética en Venezuela.

 

Desenfadado, aborda temas que la poesía nuestra jamás había trabajado. Un hito. Versos libres; temas antipoéticos; tratamiento igualmente antipoético, bárbaro como se dijo entonces; y sobre todo la novedad, la insurgencia, el desenfado que alejó a Arráiz a kilómetros de la preceptiva romántica, a kilómetros del modernismo retórico, e hizo de su obra una extraña y desconcertante pieza que sus contemporáneos terminaron por asumir como un emblema, así lo afirma Arturo Uslar Pietri en el prólogo a la segunda edición de Áspero: “Pocos libros como éste han tenido una importancia mayor en la orientación de la conciencia de un grupo de hombres que a su vez han influido en la orientación de la conciencia colectiva.”

 

En el poemario esplende una vocación americanista, pero también lo hace un desdén por las formas poéticas de su tiempo. Lo suyo es la palabra directa, sin metáforas, dura, seca, que corre hacia su referente a toda velocidad. No está presente la experimentación lúdica típica de la vanguardia, no está presente el ideograma, ni la nueva conciencia espacial, pero sí lo está la urgencia renovadora, el viril espíritu afirmativo, la solaridad whitmaniana, ya lo dijo Picón Salas: “El libro más desnudamente dedicado al sol que haya producido la nueva poesía venezolana se llama Áspero de Antonio Arráiz.”

 

Cárcel y poesía

En 1928, sin ser estudiante, se suma con sus versos a las celebraciones de la Semana del Estudiante convocada por la Federación de Estudiantes de Venezuela presidida por Raúl Leoni. A partir de abril es hecho preso. Entonces conoce los rigores de La Rotunda y la cárcel de las Tres Torres en Barquisimeto. Después de siete años de prisión, flaco, con los tobillos maltrechos por el peso de los grillos, en 1935, sale de la cárcel con dos idiomas nuevos en su haber (francés y alemán) y centenares de páginas escritas subrepticiamente. De hecho, el poemario Parsimonia (1932) salió por los caminos verdes y llegó a Buenos Aires, donde fue publicado.

 

En estas cárceles se gestó una novela estremecedora: Puros Hombres (1938), que recoge la experiencia del encierro con un realismo que para algunos lectores se hace difícil soportar. Junto con Memorias de un venezolano de la decadencia, de José Rafael Pocaterra, constituye uno de los fundamentales testimonios literarios del infierno de la tiranía.  Al salir de la cárcel se va a Colombia y luego a Ecuador, y regresa a Venezuela en abril de 1936.

 

En este segundo poemario, Parsimonia, están algunos de sus textos venezolanistas más celebrados, como aquel en el que humaniza  al país y le confiesa un amor más allá de su posible perfidia:

“Quiero estarme en ti, junto a ti, sobre ti, Venezuela,

pese aún a ti misma.”

 

Si en Áspero se expresa la crispación, en Parsimonia, como el mismo vocablo lo indica, se accede a espacios reflexivos menos signados por la urgencia, pero no por ello menos dolorosos. Lo que sí es cierto es que la presión que hace de Áspero un cuerpo compacto, se difumina en Parsimonia, ya que este libro es más amplio, más misceláneo.

 

A partir de abril de 1936, cuando el general López Contreras busca abrir las puertas de la nación, Arráiz incursiona en la política y llega a ejercer algunos cargos públicos de significación, como el de director del Instituto Técnico de Inmigración y Colonización, diseñado expresamente para resolver un problema acuciante en Venezuela desde los tiempos coloniales: la despoblación.

 

Paralelamente, va publicando su obra. Puros hombres, en 1938. Luego, en 1939, publica el que va a ser su último poemario: Cinco Sinfonías. De él, su biógrafo Liscano, afirma, refiriéndose a la quinta sinfonía de este libro: “Es uno de los poemas más hermosos de la lírica venezolana, en razón de su poderoso impulso vital, de su respiración máscula, y en razón de su torrencial riqueza de lenguaje.”

En él termina de expresarse algo que Arráiz viene trabajando desde el comienzo: la relación estrecha entre la tierra y la mujer, más aún: la confusión que expresa entre la feminidad de la tierra, y la terredad de la mujer, toda ella en medio de la expresión de un amor posesivo viril, cercano al frenesí y, en contraposición, también al desengaño.

 

La fundación de El Nacional

Le sigue su ensayo sobre el Culto bolivariano (1940) y se inicia el trabajo a cuatro manos, con Luis Eduardo Egui, de textos para la escuela primaria y secundaria. Lo que aportaron ambos al mundo de la enseñanza es asombroso. Su segunda novela, Dámaso Velásquez (1943), es entregada a los lectores el mismo año en que es nombrado director de un nuevo periódico: El Nacional. Durante seis años estuvo al frente de él, transfiriéndole su impronta de trabajo y seriedad, su sentido de la justicia y su generosidad.

 

En 1945, el Ministerio de Educación edita su obra más popular: Tío Tigre y Tío Conejo, conjunto de fábulas tejidas a partir de dos personajes arquetipales de la venezolanidad.

 

Su obra narrativa, además de la novela ya citada, comprende las novelas Dámaso Velásquez (1943) y Todos iban desorientados (1951), así como los libros de cuentos Tío Tigre y Tío Conejo (1945) y El diablo que perdió el alma (1954).

 

De estas cuatro obras la que ha corrido con el mayor favor de los lectores es Tío Tigre y Tío Conejo, donde el autor recrea las historias propias de la sabiduría popular venezolana, asentando aún más la condición arquetipal de estos personajes dicotómicos y ejemplarizantes. Aquí Arráiz lleva la clásica fábula moral a las cotas más acabadas que se han dado entre nosotros. Desde hace décadas este libro es un clásico de la venezolanidad.

En el campo del ensayo el que cultivó fue el histórico (no así el literario), siempre desde la perspectiva y la urgencia venezolanista que caracteriza todo su trabajo. Además del ya citado Culto bolivariano (1940), Geografía Física de Venezuela (1941), Vida ejemplar del Gran Mariscal de Ayacucho (1948) y Los días de la ira (1991) son textos no sólo documentados con rigor investigativo, sino escritos con fervor y nervio.

 

En paralelo con su obra literaria, corrió su trabajo al alimón con el profesor Luis Eduardo Egui como autor de libros de textos para la Escuela Primaria. Mi primer libro de Venezuela (1948), Mi segundo libro de Venezuela (1955), Mi tercer libro de Venezuela (1949), Geografía de Venezuela (1958), Historia de Venezuela (1958), Geografía general para secundaria y normal (1951) y Geografía económica de Venezuela (1956).

 

El exilio voluntario

En enero de 1949, después del golpe a Gallegos de noviembre de 1948, en el colmo de la desilusión venezolanista, abandona la dirección de El Nacional y regresa a la Nueva York de sus años juveniles. El golpe de estado al presidente Rómulo Gallegos fue la gota que rebasó el vaso. Se fue, buscaba otros aires, el autoritarismo vernáculo, de expresión militarista, hacía de su país un mundo cerrado.

 

En Manhattan va a dirigir el Boletín en español de la Organización de las Naciones Unidas. Si con Josefina Parra Penzini tuvo a sus cuatro hijos venezolanos (Beatriz, Álvaro, Eulalia y Antonio), con su nueva esposa norteamericana, Celina Garden Herbert, no tendrá descendencia. Vivían en Wesport, cerca del bosque, y de aquellos parajes surgieron unos poemas largos, bellísimos, que aludimos antes. Murió de un infarto el 16 de septiembre de 1962, cuando apenas contaba con 59 años.

 

La poesía, el cuento, la novela, el ensayo, el texto para la enseñanza formal y el artículo periodístico fueron acometidos por Arráiz con la misma intensidad venezolanista. Severo consigo mismo, exigente con sus frutos, dejó una obra de tanta utilidad como belleza. El tema de la vigencia de los personajes históricos está ligado a la importancia de la obra que adelantaron en vida. El punto se hace más difícil de dilucidar cuando la realización de los sueños se ha dado en distintos terrenos, como es el caso del barquisimetano Antonio Arráiz, que se dedicó al periodismo durante casi toda su vida profesional y a la literatura, siempre.

 

Paralelo también a esta obra enorme, en su bibliografía figuran cerca de 900 artículos periodísticos entre 1919 y 1962. Arráiz no descansó ni un minuto, y su trayectoria periodística encontró un momento estelar cuando los Otero (Henrique y su hijo Miguel) le propusieron la Dirección de El Nacional. Quienes conocen la pequeña historia (seguramente la más significativa) afirman que el buen pie con que nació el periódico tuvo que ver con la vitalidad que producía la sinergia de Otero y Arráiz, dueto que trabajó en conjunto hasta 1949, como vimos antes.

 

En pocos escritores venezolanos del siglo XX la peripecia vital y la obra hacen dupla de manera tan interesante como en Arráiz. De allí que esté fuera de duda el carácter de personaje que reviste su parábola existencial. En lo político es obvio que entregó sus cartuchos por la democracia, y por ello estuvo cerca del espíritu que durante el gobierno de Medina Angarita cundió en el país, pero tampoco puede afirmarse que fue un medinista. En verdad, su personalidad, incluso su seriedad un tanto severa, hacía difícil que militara en un partido político de manera permanente. Era un escritor, con preocupaciones pedagógicas por la niñez, y con una pasión periodística a toda prueba.

 

Áspero, en la poesía, Puros Hombres, en la novela carcelaria y testimonial, Tío Tigre y Tío Conejo, en la cuentística de inspiración legendaria, y Los días de la ira, en el ensayo histórico son aportes insoslayables a la hora de recordar su obra literaria. La fundación de El Nacional es un capítulo inolvidable y, también, su obra de pedagogo a distancia, materializada en los textos escolares lo es. En cuanto a lo que la conducta de un hombre representa como ejemplo y proyecto, pues su actitud de ecologista adelantado, su austeridad personal, y su afición por los deportes, en particular el fútbol y el ciclismo, vienen a completar la singularidad que representa su personalidad.

Arráiz moría en la misma tierra en la que había bebido sus primeras aguas poéticas. Cerraba su propio círculo: había quedado enamorado desde joven del espíritu libertario y democrático de la nación nueva, y fue aquel espíritu el que le hizo cantar el himno nacional de Venezuela frente a los soldados que le torturaban en 1928, fue el mismo que le llevó a amar a la patria como lo haría un romántico del siglo XIX. De hecho, la vida y la obra de este poeta barquisimetano es la parábola de un neo-romántico, un entregado a su pasión, un duro, de allí que sea cierto lo que la crítica ha observado y reiteramos ahora: el romanticismo y la vanguardia fueron movimientos afines, al menos en lo humano que entraba en juego, aunque los procedimientos y las operaciones hayan sido todo lo distintas que las épocas determinaban.”

                                                              Tomado de EFECTO COCUYO

 


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