ANTONIO
ARRÁIZ, VIGENCIA, OBRA Y PERSONAJE
6
de septiembre 2020
Por Rafael Arraiz Lucca
“El 27 de marzo de 1903
veía la luz en Barquisimeto el hijo del doctor Juan Arráiz y de Concepción
Mujica. Pertenecía a una familia enraizada en el estado Lara desde los tiempos
de la fundación de Carora y Barquisimeto, procedentes de la puebla de Arráiz (Navarra),
que en euskera no quiere decir otra cosa que “La roca”, toponímico al que
nuestro escritor rendirá honor, probablemente sin saber que eso significaba su
apellido, durante toda su vida.
Los Arráiz Mujica se mudan a Caracas en
1911, y Antonio y sus hermanos estudian en el legendario Colegio Alemán, para
luego cursar el bachillerato en el Liceo Andrés Bello. A los 16 años toma una
decisión extrañísima para su época: se embarca en La Guaira rumbo a Nueva York:
quiere ser actor de cine o, en su defecto, aviador. Ni un sueño ni otro se hizo
realidad. Tres años después regresa a su país, después de haber lavado platos
en restaurantes de Manhattan, y haber sido caletero en los puertos de la isla.
Eso sí, aprendió una lengua a la que ya no dejó de amar, y leyó a Whitman en
estado de embeleso. Su vida había cambiado para siempre.
Nueva York: ida y vuelta
Pero el fracaso, como suele ocurrir, le
dio otros tesoros: en Manhattan se dedicó a oficios humildes. Limpió alfombras,
fue empleado de una empresa que exportaba telas, cargó cajas en un astillero,
fue obrero en una fábrica de galletas, hasta que finalmente el desempleo lo
doblegó sobre el banco de una plaza. Siendo casi un indigente se tropezó con él
un amigo de su padre que le facilitó ayuda. Mientras padecía el rigor de la
intemperie, escribía a casa diciendo que había triunfado, que era rico.
Dos años después de estas aventuras
novelescas regresa al país, en 1922. Va a cumplir, apenas, 19 años, pero habla
inglés, ya entonces, según Uslar Pietri: “Había leído a Homero, a Buffalo
Bill y algo de Walt Whitman”, lo mismo cree su biógrafo más agudo, Juan
Liscano: “Si Whitman pudo conmoverlo, también lo hizo Homero.” El punto es
central, porque de no haber leído en estos años neoyorquinos a Whitman, la
poesía que va a escribir sería inexplicable.
Comienza a trabajar en una empresa
distribuidora de películas en Caracas y se esmera en la publicidad del séptimo
arte. Entonces, traba amistad con el poeta Luis Enrique Mármol y comparte dos
pasiones aparentemente dispares: la poesía y la esgrima. Acomete
sus primeros poemas y termina por recogerlos en un libro memorable: Áspero (1924),
un poemario que la crítica unánimemente considera el inicio de la vanguardia
poética en Venezuela.
Desenfadado, aborda temas que la poesía
nuestra jamás había trabajado. Un hito. Versos libres; temas antipoéticos;
tratamiento igualmente antipoético, bárbaro como se dijo entonces; y sobre todo
la novedad, la insurgencia, el desenfado que alejó a Arráiz a kilómetros de la
preceptiva romántica, a kilómetros del modernismo retórico, e hizo de su obra
una extraña y desconcertante pieza que sus contemporáneos terminaron por asumir
como un emblema, así lo afirma Arturo Uslar Pietri en el prólogo a la segunda
edición de Áspero: “Pocos libros como éste han tenido una
importancia mayor en la orientación de la conciencia de un grupo de hombres que
a su vez han influido en la orientación de la conciencia colectiva.”
En el poemario esplende una vocación
americanista, pero también lo hace un desdén por las formas poéticas de su
tiempo. Lo suyo es la palabra directa, sin metáforas, dura, seca,
que corre hacia su referente a toda velocidad. No está presente la
experimentación lúdica típica de la vanguardia, no está presente el ideograma,
ni la nueva conciencia espacial, pero sí lo está la urgencia renovadora, el
viril espíritu afirmativo, la solaridad whitmaniana, ya lo dijo Picón Salas:
“El libro más desnudamente dedicado al sol que haya producido la nueva poesía
venezolana se llama Áspero de Antonio Arráiz.”
Cárcel y poesía
En 1928, sin ser estudiante, se suma con
sus versos a las celebraciones de la Semana del Estudiante convocada por
la Federación de Estudiantes de Venezuela presidida por Raúl
Leoni. A partir de abril es hecho preso. Entonces conoce los rigores de La
Rotunda y la cárcel de las Tres Torres en Barquisimeto. Después de siete años
de prisión, flaco, con los tobillos maltrechos por el peso de los grillos, en
1935, sale de la cárcel con dos idiomas nuevos en su haber (francés y alemán) y
centenares de páginas escritas subrepticiamente. De hecho, el poemario Parsimonia (1932)
salió por los caminos verdes y llegó a Buenos Aires, donde fue publicado.
En estas cárceles se gestó una novela
estremecedora: Puros Hombres (1938), que recoge la experiencia
del encierro con un realismo que para algunos lectores se hace difícil
soportar. Junto con Memorias de un venezolano de la decadencia, de
José Rafael Pocaterra, constituye uno de los fundamentales testimonios
literarios del infierno de la tiranía. Al salir de la cárcel se va a
Colombia y luego a Ecuador, y regresa a Venezuela en abril de 1936.
En este segundo poemario, Parsimonia,
están algunos de sus textos venezolanistas más celebrados,
como aquel en el que humaniza al país y le confiesa un amor más allá de su
posible perfidia:
“Quiero estarme en ti, junto a ti, sobre
ti, Venezuela,
pese aún a ti misma.”
Si en Áspero se expresa
la crispación, en Parsimonia, como el mismo vocablo lo indica, se
accede a espacios reflexivos menos signados por la urgencia, pero no por ello
menos dolorosos. Lo que sí es cierto es que la presión que hace de Áspero un
cuerpo compacto, se difumina en Parsimonia, ya que este libro es
más amplio, más misceláneo.
A partir de abril de 1936, cuando el
general López Contreras busca abrir las puertas de la nación,
Arráiz incursiona en la política y llega a ejercer algunos cargos públicos de
significación, como el de director del Instituto Técnico de Inmigración y
Colonización, diseñado expresamente para resolver un problema acuciante en Venezuela
desde los tiempos coloniales: la despoblación.
Paralelamente, va publicando su
obra. Puros hombres, en 1938. Luego, en 1939, publica el que va a
ser su último poemario: Cinco Sinfonías. De él, su biógrafo
Liscano, afirma, refiriéndose a la quinta sinfonía de este libro: “Es uno de
los poemas más hermosos de la lírica venezolana, en razón de su poderoso
impulso vital, de su respiración máscula, y en razón de su torrencial riqueza
de lenguaje.”
En él termina de expresarse algo que
Arráiz viene trabajando desde el comienzo: la relación estrecha entre la tierra
y la mujer, más aún: la confusión que expresa entre la feminidad de la tierra,
y la terredad de la mujer, toda ella en medio de la expresión de un amor
posesivo viril, cercano al frenesí y, en contraposición, también al desengaño.
La fundación de El Nacional
Le sigue su ensayo sobre el Culto
bolivariano (1940) y se inicia el trabajo a cuatro manos, con Luis
Eduardo Egui, de textos para la escuela primaria y secundaria. Lo que aportaron
ambos al mundo de la enseñanza es asombroso. Su segunda novela, Dámaso
Velásquez (1943), es entregada a los lectores el mismo año en que es
nombrado director de un nuevo periódico: El Nacional. Durante seis
años estuvo al frente de él, transfiriéndole su impronta de trabajo y seriedad,
su sentido de la justicia y su generosidad.
En 1945, el Ministerio de Educación
edita su obra más popular: Tío Tigre y Tío Conejo, conjunto de
fábulas tejidas a partir de dos personajes arquetipales de la venezolanidad.
Su obra narrativa, además de la novela
ya citada, comprende las novelas Dámaso Velásquez (1943)
y Todos iban desorientados (1951), así como los libros de
cuentos Tío Tigre y Tío Conejo (1945) y El
diablo que perdió el alma (1954).
De estas cuatro obras la que ha corrido
con el mayor favor de los lectores es Tío Tigre y Tío Conejo, donde
el autor recrea las historias propias de la sabiduría popular venezolana,
asentando aún más la condición arquetipal de estos personajes dicotómicos y
ejemplarizantes. Aquí Arráiz lleva la clásica fábula moral a las cotas más
acabadas que se han dado entre nosotros. Desde hace décadas este libro es un
clásico de la venezolanidad.
En el campo del ensayo el que cultivó
fue el histórico (no así el literario), siempre desde la perspectiva y la
urgencia venezolanista que caracteriza todo su trabajo. Además del ya
citado Culto bolivariano (1940), Geografía Física de
Venezuela (1941), Vida ejemplar del Gran Mariscal de
Ayacucho (1948) y Los días de la ira (1991) son
textos no sólo documentados con rigor investigativo, sino escritos con fervor y
nervio.
En paralelo con su obra literaria,
corrió su trabajo al alimón con el profesor Luis Eduardo Egui como autor de
libros de textos para la Escuela Primaria. Mi primer libro de
Venezuela (1948), Mi segundo libro de Venezuela (1955), Mi
tercer libro de Venezuela (1949), Geografía de Venezuela (1958), Historia
de Venezuela (1958), Geografía general para secundaria y
normal (1951) y Geografía económica de Venezuela (1956).
El exilio voluntario
En enero de 1949, después del golpe
a Gallegos de noviembre de 1948, en el colmo de la
desilusión venezolanista, abandona la dirección de El Nacional y
regresa a la Nueva York de sus años juveniles. El golpe de estado al presidente
Rómulo Gallegos fue la gota que rebasó el vaso. Se fue, buscaba otros aires, el
autoritarismo vernáculo, de expresión militarista, hacía de su país un mundo
cerrado.
En Manhattan va a dirigir el Boletín en
español de la Organización de las Naciones Unidas. Si con Josefina Parra
Penzini tuvo a sus cuatro hijos venezolanos (Beatriz, Álvaro, Eulalia y
Antonio), con su nueva esposa norteamericana, Celina Garden Herbert, no tendrá
descendencia. Vivían en Wesport, cerca del bosque, y de aquellos parajes
surgieron unos poemas largos, bellísimos, que aludimos antes. Murió de un
infarto el 16 de septiembre de 1962, cuando apenas contaba con 59 años.
La poesía, el cuento, la novela, el
ensayo, el texto para la enseñanza formal y el artículo periodístico fueron
acometidos por Arráiz con la misma intensidad venezolanista. Severo consigo
mismo, exigente con sus frutos, dejó una obra de tanta utilidad como belleza.
El tema de la vigencia de los personajes históricos está ligado a la
importancia de la obra que adelantaron en vida. El punto se hace más difícil de
dilucidar cuando la realización de los sueños se ha dado en distintos terrenos,
como es el caso del barquisimetano Antonio Arráiz, que se dedicó al periodismo
durante casi toda su vida profesional y a la literatura, siempre.
Paralelo también a esta obra enorme, en
su bibliografía figuran cerca de 900 artículos periodísticos entre 1919 y 1962.
Arráiz no descansó ni un minuto, y su trayectoria periodística encontró un
momento estelar cuando los Otero (Henrique y su hijo Miguel) le propusieron la
Dirección de El Nacional. Quienes conocen la pequeña historia
(seguramente la más significativa) afirman que el buen pie con que nació el
periódico tuvo que ver con la vitalidad que producía la sinergia de Otero y
Arráiz, dueto que trabajó en conjunto hasta 1949, como vimos antes.
En pocos escritores venezolanos del
siglo XX la peripecia vital y la obra hacen dupla de manera tan interesante
como en Arráiz. De allí que esté fuera de duda el carácter de personaje que
reviste su parábola existencial. En lo político es obvio que entregó sus
cartuchos por la democracia, y por ello estuvo cerca del espíritu que durante
el gobierno de Medina Angarita cundió en el país, pero tampoco puede afirmarse
que fue un medinista. En verdad, su personalidad, incluso su seriedad un tanto
severa, hacía difícil que militara en un partido político de manera permanente.
Era un escritor, con preocupaciones pedagógicas por la niñez, y con una pasión
periodística a toda prueba.
Áspero, en la poesía, Puros
Hombres, en la novela carcelaria y testimonial, Tío Tigre y Tío
Conejo, en la cuentística de inspiración legendaria, y Los días de
la ira, en el ensayo histórico son aportes insoslayables a la hora de
recordar su obra literaria. La fundación de El Nacional es un
capítulo inolvidable y, también, su obra de pedagogo a distancia, materializada
en los textos escolares lo es. En cuanto a lo que la conducta de un hombre
representa como ejemplo y proyecto, pues su actitud de ecologista adelantado,
su austeridad personal, y su afición por los deportes, en particular el fútbol
y el ciclismo, vienen a completar la singularidad que representa su personalidad.
Arráiz moría en la misma tierra en la
que había bebido sus primeras aguas poéticas. Cerraba su propio círculo: había
quedado enamorado desde joven del espíritu libertario y democrático de la
nación nueva, y fue aquel espíritu el que le hizo cantar el himno nacional de
Venezuela frente a los soldados que le torturaban en 1928, fue el mismo que le
llevó a amar a la patria como lo haría un romántico del siglo XIX. De hecho, la
vida y la obra de este poeta barquisimetano es la parábola de un neo-romántico,
un entregado a su pasión, un duro, de allí que sea cierto lo que la crítica ha
observado y reiteramos ahora: el romanticismo y la vanguardia fueron
movimientos afines, al menos en lo humano que entraba en juego, aunque los
procedimientos y las operaciones hayan sido todo lo distintas que las épocas
determinaban.”
Tomado de EFECTO COCUYO
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