COOK
Y LA “TERRA AUSTRALIS”, UNA AVENTURA EN LAS ANTÍPODAS
3
de septiembre 2020
Por Rodrigo Padilla
“Hace justo 250 años, James Cook plantó la
bandera británica en unas costas hasta ese momento inexploradas. Era el colofón
de un increíble viaje que empezó como expedición científica, siguió como
búsqueda de un continente que no existía y acabó llegando a un lugar que más
tarde se llamaría Australia.”
“Para los doctos
caballeros de la Royal Society
de Londres, el llamado tránsito de Venus de 1769 era una ocasión única
de calcular la distancia exacta entre el Sol y la Tierra. Para los prosaicos
lores del Almirantazgo, aquel raro fenómeno astronómico que había que observar
desde puntos alejados del planeta era una excusa perfecta. Porque lo de Venus no
les importaba gran cosa, lo que ellos querían era enviar una expedición al otro
extremo del mundo para encontrar y reclamar la mítica Terra Australis, el continente que
según se creía llenaba el hueco que los mapas todavía mostraban en el corazón
del Pacífico Sur.
En aquella recta
final del siglo XVIII, la idea de un continente nuevo lleno de recursos
naturales, quizá con metales valiosos, quizá con tierras aptas para cultivar
tabaco, azúcar o té, o algodón para la incipiente industria textil, o quién sabe
si otra planta desconocida pero igualmente rentable, inflamaba por igual la
codicia y las fantasías de hegemonía mundial de los gobernantes británicos. Si
además todo se hacía bajo el noble manto de la ciencia, que en la Europa de la
Ilustración iba sustituyendo al arte como elemento de prestigio internacional,
pues mejor que mejor. En definitiva, los caballeros de la Royal Society, los
lores del Almirantazgo y hasta el mismo rey Jorge se pusieron de acuerdo: había
que mandar un barco a las antípodas.
El elegido para
comandar esta expedición no tan científica como parecía fue un oficial de la
Royal Navy con formación en matemáticas y astronomía. A sus 40 años, James Cook
ya había dado muestras de sus habilidades como navegante y cartógrafo en
Terranova y Canadá, además de poseer unas dotes de mando que le hacían idóneo
para una empresa que se preveía larga y llena de incertidumbres. Le acompañaría
un grupo de astrónomos y botánicos encabezado por Joseph Banks, un naturalista
de buena familia que financió parte de la expedición.
El Endeavour, el
robusto velero acondicionado para llevar a un centenar de hombres hacia lo
desconocido, y si era posible traerlos a todos de vuelta, cargaba con un
ingenio para desalar agua y con barriles de chucrut y concentrado de limón, en
lo que era un proyecto piloto de la Armada para prevenir
el escorbuto, flagelo de las tripulaciones en
las largas travesías marítimas. En el último momento también subieron a bordo
una docena de infantes de marina, cuya presencia quizá se explicaba por un
sobre lacrado que contenía órdenes secretas y que Cook no debía abrir hasta
haber concluido las mediciones astronómicas.
Por fin, el 26
de agosto de 1768 el Endeavour salió de Plymouth rumbo a Tahití, el lugar más
remoto conocido y al que no había ninguna garantía de llegar: en aquella época,
aventurarse en aguas prácticamente inexploradas en un barco de madera era como
viajar a Marte. A pesar de todo, Cook consiguió doblar el siempre traicionero
cabo de Hornos, adentrarse en el Pacífico y arribar puntual a Tahití y a su
cita con los astros.
El 3 de junio de
1769, el día señalado, amaneció despejado y Cook pudo registrar el recorrido de
Venus por delante del disco solar. Por desgracia, un efecto óptico impidió que
los resultados fueran tan precisos como se pretendía. Recogidos los telescopios
y con el ancla levada, Cook abrió el sobre que contenía las instrucciones para
la segunda parte de su viaje. Y vio que la aventura no había hecho más que
empezar.
Las órdenes
secretas eran claras: debía navegar hacia el sur hasta
encontrar la ‘Terra Australis’ de los clásicos y tomar posesión de ella en
nombre de la corona británica. Pero aquella tierra del sur no
existía. Cook la buscó durante semanas en una complicada singladura que lo
llevó más allá de los Rugientes Cuarenta, latitud castigada por terribles
vientos. Incapaz de seguir adelante, viró al oeste y recorrió otros 5 000 kilómetros
hasta llegar a Nueva Zelanda, por aquel entonces solo un perdido fragmento de
costa en el mapa trazado en 1642 por el explorador holandés Abel Tasman. Cook
dedicó varios meses a rodear lo que en realidad eran dos grandes islas,
separadas por un estrecho que hoy lleva su nombre. Los miembros de la
expedición también estudiaron la flora y fauna locales y establecieron unas
relaciones con los nativos maoríes que no siempre fueron pacíficas. En marzo de
1770 llegó el momento de regresar a casa.
De las posibles rutas de vuelta, Cook eligió la más
interesante: navegar a través del enorme vacío que había entre Nueva Zelanda y
las costas de Nueva Guinea y Nueva Holanda, el nombre que se le daba al litoral
occidental de una isla que nadie sabía hasta dónde se extendía. Y que resultó
ser enorme, como comprobó Cook cuando se topó con su otro extremo, cerca de la
actual Sídney. Tras tocar tierra, el Endeavour siguió hacia el norte en
paralelo a la costa y se adentró en el laberinto de la Gran Barrera de Coral,
kilómetros de arrecifes de los que el barco salió muy mal parado. Una vez
alcanzado el extremo norte de lo que hoy es el estado de Queensland, Cook
desplegó la bandera británica y tomó posesión de las costas descubiertas en
nombre de su rey. Era el 22 de agosto de 1770. Con dos años de viaje a sus
espaldas, el Endeavour en las últimas y sin más espacios en blanco en su
camino, Cook decidió poner proa a Batavia, capital de las Indias Orientales
Holandesas, a donde llegó en octubre.
Tras un mes de
descanso y reparaciones, la expedición levó anclas para atravesar el océano
Índico en dirección a África, doblar el cabo de Buena Esperanza y seguir hacia
Europa. El 10 de julio de 1771, Nicholas Young, el mismo grumete que vio tierra
frente a Nueva Zelanda, atisbó en el horizonte las costas de Cornualles. El
Endeavour echó el ancla en el estuario del Támesis una semana más tarde.
Aquella
increíble aventura se saldó con mapas detallados de costas antes desconocidas,
el estudio de nuevas especies animales y vegetales y la victoria definitiva
sobre el escorbuto. También abrió la puerta a la colonización de Nueva Zelanda
y de una isla del tamaño de un continente que, aunque no era la ansiada ‘Terra
Australis’, todo el mundo acabaría llamando Australia. Por su parte, al
teniente James Cook le valió el ascenso a capitán, el mando de nuevas
expediciones al Pacífico y la entrada en los libros de historia con la
categoría de héroe. Para los pueblos aborígenes y maoríes, significó el
principio del fin de su milenaria forma de vida.”
Tomado de XLSemanal
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