miércoles, 8 de mayo de 2019

DE LA PENA DE MUERTE III - IV


Texto de Cesare Beccaria Bonesana
Obra: DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS
Introducción y nota al pie por Abg. Rafael Medina Villalonga

En días pasados la “diputada a la asamblea nacional constituyente” María León, pidió en una reunión plenaria de esa asamblea, la pena de muerte para los traidores a la patria. Más concretamente, pidió el fusilamiento  ante el paredón para aquellos venezolanos que los personeros de la “justicia” del régimen consideren traidores a la patria.
Por supuesto que esos “personeros de la justicia” del régimen son todos y cualesquiera de los funcionarios del aparato represor del gobierno, incluyendo a los extranjeros que los asesoran y dirigen.
Por manera que si un alto funcionario del gobierno o del partido o de cualquier aparato policial, judicial o comunal, señalara a cualquier ciudadano de traidor a la patria, ese sería un candidato perfecto para aplicar la nueva “legislación constitucional”: muerte por fusilamiento ante el paredón, al mejor estilo revolucionario cubano.
Esta propuesta recibió atronadores aplausos del “populacho” que la aprobaba “por aclamación”. Gracias a dios que “la sangre no llegó al río” y no se les ocurrió convertirla en una “ley constitucional” con inmediata vigencia.
Por cierto que esa propuesta de pena de muerte iba acompañada de la pena “accesoria” de confiscación de todos los bienes muebles e inmuebles del fusilado. Bienes que pasarían a engrosar el patrimonio del “pueblo revolucionario”, es decir del camarada cooperante que hubiera denunciado al traidor. Así se multiplicarían los camaradas cooperantes vengadores.
Como pensamos que lo están pensando y que están elevando un globo de ensayo para pulsar la opinión pública, presentamos, en varias entregas, la opinión jurídica y filosófica del “Padre de la ciencia jurídico penal Cesare Beccaria Bonesana, sobre la pena de muerte; vertida en la monumental obra en referencia, hace más de dos siglos y medio, (1764). Espero que la disfruten y los ilustre:

III
No es la intensidad de la pena lo que hace mayor efecto sobre el ánimo humano, sino su duración; porque nuestra sensibilidad es más fácil y establemente movida por mínimas pero repetidas impresiones, que por un fuerte pero pasajero impulso. El imperio de la costumbre es universal sobre todo ser que siente; y así como el hombre habla y anda y atiende a sus necesidades con la ayuda de ella, así las ideas morales no se graban en la mente sino por duraderas y reiteradas impresiones. No es el terrible pero pasajero espectáculo de la muerte de un criminal, sino el largo y penoso ejemplo de un hombre privado de libertad, que convertido en bestia de servicio recompensa con sus fatigas a la sociedad que ha ofendido, lo que constituye el freno más fuerte contra los delitos. Aquel estribillo frecuentísimamente repetido dentro de nosotros mismos, y por ello eficaz, que dice: Yo mismo seré reducido a tan larga y mísera condición si cometo semejantes delitos, es mucho más poderoso que la idea de la muerte, que los hombres ven siempre en una oscura lontananza.

La pena de muerte produce una impresión que con su fuerza no suple al rápido olvido, natural en el hombre incluso en relación con las cosas más esenciales, y acelerado por las pasiones. Regla general: las pasiones violentas sorprenden a los hombres, pero no durante largo tiempo, y por ello son aptas para hacer aquellas revoluciones que transforman a los hombres vulgares en persas o en lacedemonios; pero en un libre y tranquilo gobierno las impresiones deben ser más frecuentes que fuertes.

IV
La pena de muerte llega a ser un espectáculo para la mayor parte, y un objeto de compasión mezclada con desdén para algunos: estos dos sentimientos ocupan el ánimo de los espectadores más que el saludable terror que la ley pretende inspirar. Pero en las penas moderadas y continuas el sentimiento predominante es el último, porque es el único que inspiran. El límite que debiera fijar el legislador al rigor de las penas parece consistir en el sentimiento de compasión, cuando comienza a prevalecer sobre todos los demás en el ánimo de los espectadores de un suplicio, aplicado más en atención a ellos que por el reo.

Para que una pena sea justa no debe tener más grados de intensidad que los suficientes para apartar de los delitos a los hombres. Ahora bien: no hay nadie que, reflexionándolo, pueda elegir la total y perpetua pérdida de la propia libertad, por muy ventajoso que pueda serle un delito. Por tanto, la intensidad de la pena de la esclavitud perpetua sustituyendo a la pena de muerte, basta para disuadir a cualquier ánimo resuelto. Añado que hay más aún. Muchísimos miran la muerte con rostro tranquilo y firme; algunos por fanatismo, otros por vanidad, que casi siempre acompaña al hombre más allá de la tumba, otros por un último y desesperado intento de no vivir más o salir de la miseria; pero ni el fanatismo ni la vanidad permanecen entre los grillos o las cadenas, bajo el palo, bajo el yugo, en una jaula de hierro; el desespero no termina sus males, sino que los empieza. Nuestro ánimo resiste mejor a la violencia y a los dolores extremados pero pasajeros, que al tiempo y a la incesante molestia; porque, por decirlo así, puede condensarse todo él durante un momento para rechazar los primeros, pero en su vigorosa elasticidad no basta para resistir a la larga y repetida acción de los segundos. Con la pena de muerte, cada ejemplo que se da a la nación supone un delito; en la pena de esclavitud perpetua un solo delito da muchísimos y duraderos ejemplos: y puesto que es importante que los hombres vean a menudo el poder de las leyes, las penas de muerte no debieran ser muy distantes entre sí; por tanto, suponen la frecuencia de los delitos; luego para que este suplicio sea útil es preciso que no haga sobre los hombres toda la impresión que debiera hacer, es decir, que sea útil y no útil al mismo tiempo. A quien dijese que la esclavitud perpetua es tan dolorosa como la muerte y, por tanto, igualmente cruel, le respondería que quizá incluso lo sea más sumando todos los momentos infelices de la esclavitud; pero estos están repartidos durante toda la vida y aquella ejerce toda su fuerza en un momento: y esta es la ventaja de la pena de esclavitud, que atemoriza más a quien la ve que a quien la sufre; porque el primero considera toda la suma de los momentos desdichados, mientras que el segundo, por la desgracia del momento presente, queda distraído de la futura. Todos los males se agrandan en la imaginación; y quien sufre encuentra compensaciones y consuelos no conocidos ni creídos por los espectadores, que sustituyen su propia sensibilidad en el ánimo encallecido del desdichado.


Nota: Esta obra fue publicada por primera vez en 1764, en Livorno, Italia. Quien reproduce este fragmento no ha agregado ni intervenido o modificado su redacción en cuanto a sintaxis u ortografía. La traducción es de FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE, catedrático de la Universidad de Salamanca, España. Es edición española de “aguilar s a de ediciones” 1969; primera edición-cuarta reimpresión- 1982. Págs. 114 – 124.

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