El
natalicio de Andrés Bello es sólo una excusa, el día del Escritor se oficia a
diario, frente al teclado.
Escribir
libros es un oficio suicida. Ninguno exige tanto tiempo, tanto trabajo, tanta
consagración en relación con sus beneficios inmediatos. No creo que sean muchos
los lectores que al terminar la lectura de un texto, se pregunten cuántas horas
de angustias y de calamidades domésticas le han costado al autor esas 200
páginas y cuánto ha recibido por su trabajo. Con estas palabras de quejó
amargamente Gabriel García Márquez, quien para lograr el premio Nobel de
literatura en 1.982 y comerse las maduras, debió tragar muchas verdes. Su
famosa novela Cien años de soledad, aun
en folios a máquina, fue enviada a la editorial por correo, pero como el costo
era por peso y no le alcanzaba, decidió mandar solo la mitad. El editor
intrigado, pagó el flete correspondiente a la otra mitad y el resto es
historia.
El
oficio de escribir no es fácil. Aparte del dominio de los códigos del lenguaje,
requiere una combinación de imaginación, tiempo para reflexionar, disciplina,
control sobre las emociones y mucha resistencia. Un escritor puede pasar muchas
horas al día frente a un teclado sin que ese esfuerzo sea recompensado durante
años.
A
esta labor se dedicó Andrés Bello en tiempo de pluma y tintero. Mucho antes de
que los escritores tuviesen el hábito de golpear teclas (digitales o no), y en
justo reconocimiento a sus numerosas letras y labores, en Venezuela se celebra
el Día del Escritor el 29 de noviembre, su fecha onomástica.
Laura Antillano, escritora y asesora
de amplia trayectoria y prestigio, acaba de recibir el Premio Nacional de
Cultura en mención Literatura y habla acerca de la felicidad y las dificultades
de este oficio: “es un reto que disfruto desde distintas perspectivas. Me gusta
porque tengo que investigar y nutrirme para comenzar a escribir. Por ejemplo,
para hacer una novela histórica no sólo hay que investigar la historia sino
también cosas más anecdóticas. ¿Cómo se lava la ropa blanca en el siglo XVIII?
¿Qué comía la gente y cómo? ¿Cuáles eran los rituales para entrar a la iglesia?
¿Cómo se vestía la gente?... Para resolver esas cosas me han sido muy útiles
los textos de Carlos Duarte. He descubierto a través de sus libros muchas cosas
de este país”, comenta, convencida de que su primer deber es que el relato que
narra tenga la capacidad de convencer al lector.
“Un
novelista tiene que ahondar en los detalles porque sus personajes tienen que
ser creíbles aunque sean de ficción. Hay un área de veracidad que ellos
requieren para existir”, indica.
Los diez
mandamientos
A
partir de una vieja tradición inaugurada por Moisés hace milenios, muchos
profesionales hacen decálogos en torno a su área de trabajo. Los escritores son
especialmente prolíficos en esta tarea.
Horacio
Quiroga, uruguayo especializado en el cuento, recomendó en su Decálogo del perfecto cuentista: “Cree
en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo”. Y más
adelante: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a dónde
vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la
importancia de las tres últimas”.
Augusto Monterroso
apuesta a la escritura indiscriminada: “Cuando tengas algo que decir, dilo;
cuando no, también. Escribe siempre”, plantea, pero arroja sombras sobre el
oficio: “No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo
mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no
intentarías meterte en este oficio”.
Hay tantos decálogos que
es prácticamente imposible seguir las recomendaciones de todos ellos. ¡Y se
trata de recomendaciones que hacen gigantes de la literatura!
El camino propio también
puede ser una fórmula de éxito: “he conocido a gente cuyo trabajo es muy
diferente al acto de escribir, pero eso se convierte en un insumo para su
escritura. La vivencia se imprime en lo literario”, indica Laura Antillano,
quien recuerda que la obra es un acto que requiere de pasión: “hay que pensar
en lo emocional. Lo emocional siempre está ligado a las herramientas del arte,
de cualquier arte. Es un insumo del músico, para el arquitecto, el pintor, el
escultor y, por supuesto, para quienes vivimos escribiendo”.
Pero además de la pasión
hay que tener oficio. La investigación y la disciplina cobran un grado de
importancia quizá mayor que el de los talentos: “Hago mucha investigación.
Incluso a través de la gente, porque la gente tiene mucho que decir. Una
novelita para niños, como Si tú me miras,
donde los personajes son un ictiólogo y un biólogo marino, me exigió compartir
con ellos para saber cómo es su vida, su universo. Cuando uno se va por esos
caminos siempre descubre cosas nuevas que te seducen”.
Y vivir en la seducción
de escribir no es lo mismo que vivir de la escritura, como prueba de la flaca
bolsa del genial poeta de El lado oscuro
del corazón que cambiaba poemas por limosnas.
“En lo económico el asunto es tener otro ingreso: el
sustento viene por mi otro trabajo. Tengo algunas regalías y algunas
instituciones del Estado me han financiado con libros, pero no dan para vivir.
Sin embargo, es una gran satisfacción saber que esos libros se agotan muy
rápido y se venden muy barato así que le estamos llegando a mucha gente”, dice
Antillano.
La Encuesta Nacional de
Insumos Culturales 2.015, realizada por el Ministerio del Poder Popular para la
Cultura a cerca de 3 mil personas, arrojó datos poco halagadores para la
literatura, en comparación con la música o las artes visuales. De acuerdo con
la encuesta sólo el 1% de la población asocia la palabra cultura con la
lectura.