LOS SONIDOS DEL 36 / I
[NOTAS SOBRE UNA TRANSICIÓN, PRIMERA PARTE]
por Tomás Straka
“De eso se trató la transición. No sólo de un cambio de régimen
–o, en el caso de López Contreras, de un cambio en el régimen–, sino de todo lo que
pasó antes y pasaba al lado, abajo, a su alrededor.”
“Las formas y los
rostros de la transición
En la semana del 9 al 15
de febrero de 1936, Venezuela dejó de ser la que era. Tres hechos, a los que no
se les suele relacionar entre sí, nos dicen qué tan rápido y qué tan hondo estaban
siendo los cambios que, desde al menos una década, la sociedad venía
experimentado y que en aquel trepidante año 36 hacen plena eclosión. El martes
11 se fundó la Asociación Venezolana de Mujeres, una de las primeras
organizaciones incontestablemente feministas del país. Ada Pérez Guevara de
Boccalandro y Luisa del Valle Silva de Bravo ya se habían hecho sonar con un
manifiesto en diciembre del año anterior, planteando públicamente los problemas
de la falta de igualdad jurídica y de equidad en todos los ramos que sufrían
las mujeres. Aunque no eran las únicas que se asomaban a la lucha en aquellos
días, sí fueron las que dieron un paso organizándose para ofrecer alguna forma
de solución.
El miércoles 12, un
inmigrante griego, sefardí de Salónica para más señas, Mevorah Florentin,
fundaba la Sociedad Venezolana de Amigos de los Ciegos. La idea era difundir el
método Braille para que los invidentes pudieran formarse, y así dejar la
minusvalía en que los tenía la sociedad. Y el viernes 14, una gigantesca manifestación,
encabezada por el rector de la Universidad Central de Venezuela, Francisco
Antonio Rísquez, obligaba al presidente de la República a remover al gobernador
del Distrito Federal, restituir las garantías suspendidas y hacer un cambio de
gabinete. Comoquiera que aquello ocurría a sólo dos meses de muerto Juan
Vicente Gómez, el asombro llega hasta hoy y no pocos consideran el hecho como
el inicio de la democracia venezolana, o al menos de un amplio proceso de
democratización.
Los tres casos tienen un
sentido común: persiguen, cada uno a su modo, una ampliación de la ciudadanía.
Que las mujeres dejen de depender, casi como niñas eternas, de sus padres y
esposos; que su asistencia a las aulas de secundaria y de la universidad no sea
una excepción que inquiete a nadie; que los invidentes, demasiadas veces
condenados a la mendicidad o a medrar sin ocupación, pudieran aprender un
oficio, establecer un negocio, construir la vida plena a la que todo humano
tiene derecho; que, en suma, todos los venezolanos pudieran ser más libres,
tuvieran cómo educarse, ser productivos, decidir sobre su vida, elegir en el
sentido más amplio de la palabra, sobre todo en el caso de las mujeres y los
invidentes, y ser electos, ser oídos por el Gobierno, conquistar derechos, exigir
su cumplimiento.
Por lo general, el 14 de
febrero se ve en solitario y sólo desde un ángulo. En solitario, porque
normalmente se le asocia a los hechos políticos inmediatamente relacionados con
él (la muerte de Gómez, la apertura de López, la llegada de los exiliados, los
nuevos partidos), pero no tanto así con el conjunto de los cambios más grandes
que les dieron contexto y sentido. Más allá de alguna referencia a lo que el
petróleo había venido significando (aspecto ineludible si hablamos, por ejemplo,
de los sindicatos), sólo cuando lo vemos junto a las otras cosas que pasaron
esos días, y que aparentemente son menos políticas, como por ejemplo la
fundación de dos organizaciones clave de lo que hoy llamaríamos sociedad civil,
es que captamos la dimensión de lo que estaba ocurriendo. Y además lo captamos
de forma mucho más vívida, más humana, más aprehensible. Y sólo desde un
ángulo, porque sólo se comenta el valor de la sociedad que salió a la calle, el
viento de renovación que significaron los nuevos líderes, la profundización de
la apertura que garantizó el pueblo; pero no se ve tanto la otra cara del
asunto, que es la del Estado que decide no reprimir. Como veremos, eso es tan
clave como la protesta popular.
De modo que estas líneas,
cuyo primer borrador fue escrito para un evento académico a propósito de los
ochenta y cinco años del 14 de febrero, tienen por objetivo delinear el
episodio en sus contornos más amplios. No se trató sólo de Jóvito Villalba en
el que tal vez fue el mejor momento de su vida, o del presidente Eleazar López
Contreras, que mientras más pasa el tiempo más se crece, o de los primeros
partidos importantes, como Organización Venezuela (ORVE), o de “los caballeros
del postgomecismo”, por emplear el título del clásico publicado por Yolanda
Segnini sobre la impresionante ristra de intelectuales y pensadores que
aceptaron el reto de conducir al país, casi como equilibristas sin malla, a un
régimen de libertades. Se trataron de muchos rostros, destinos, acciones, voces
y otros sonidos más. Se trató también de los rostros de Ada Pérez Guevara de
Boccalandro y Luisa del Valle Silva de Bravo, hayan ido o no a protestar aquel
día. Los de las jóvenes Panchita Soublette Saluzzo e Irma de Sola, que
simplemente querían estudiar y ganar el derecho de que todas las muchachas que
lo desearan pudieran hacerlo, y por eso apoyan entusiastas a la Asociación de
Mujeres. Es el rostro sereno y bondadoso de Florentín, quien en vez de
arredrarse por su paulatina pérdida de la visión, hizo de aquello una causa,
ayudando a tantos y legando una obra de generosidad perdurable. Son los
rostros, los lemas y las canciones de los millares de venezolanos que salieron
a protestar, a oír cosas nuevas, a ver cómo encontraban un camino.
Fueron aquéllos los días
en los que Ramón Díaz Sánchez escribió su Transición (política y realidad de Venezuela),
que aparecería un año después, en 1937, y que hoy nos asombra tanto por sus
simpatías por Mussolini y, en menor medida, por Hitler… Es decir, fueron los
días en los que ya entonces se habló de una transición. Viéndola desde hoy, en
efecto, se trata de un caso con suficientes características como para
catalogarse de emblemático. ¿Quiénes y cómo hacen las transiciones? ¿Por qué a
veces ocurren cuando nadie, o muy pocos, las esperan; y por qué en otras
ocasiones no pasan, aunque se perciben como inminentes? El presente texto no
pretende ser un tratado de transitología.
Su objetivo es tan sólo retratar a la jornada del 14 de febrero –ni siquiera el
Programa de Febrero o la huelga petrolera de diciembre– en la dimensión humana
de los venezolanos que la vivieron, que la hicieron posible. A las preguntas
formuladas más arriba queremos contestar, o al menos contribuir a su respuesta,
delineando el ambiente que fue definiendo a las personas, sus actitudes y sus
aspiraciones.
Tomo y obligo, o los cambios en la sociedad
Comencemos poco menos de
un año antes. En abril de 1935, Carlos Gardel visitó Caracas. Las multitudes se
aglomeraron en las calles para recibirlo, todos los testimonios hablan de un
verdadero delirio colectivo, que de algún modo sentó de una mitología
gardeliana que se prolonga hasta hoy: comoquiera que en junio de aquel mismo
año fallecería el ídolo en un accidente aéreo, la conmoción aún se recuerda con
actos en su aniversario luctuoso. La sociedad que, según se cuenta, hacía parar
las proyecciones de las películas para que el proyeccionista repitiera la
secuencia de “Tomo y obligo” siguió fiel al Zorzal Criollo, más allá de que
cada vez queden menos que lo hagan (el cuento de “Tomo y obligo” también tiene
versiones en otros países latinoamericanos, de modo que bien puede ser una
leyenda que se ha reconducido por muchas vías, o bien es ejemplo de una
sensibilidad compartida). En cualquier caso, quienes hemos tenido la
oportunidad de conocer a alguien que haya estado en la ciudad entonces, pudimos
comprobar cómo invariablemente aquello fue un hito fundamental en su vida.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver Gardel con las protestas de un año después? Por
lo dicho más arriba: si el 14 de febrero de 1936 Venezuela dejó de ser lo que
era, es porque procesos que llevaban al menos una década terminaron de hacer
eclosión aquel día. En muchos aspectos, por ejemplo, puede decirse que el 14 de
febrero de 1936 en realidad comenzó el 25 de abril de 1935.
En efecto, la fiebre
gardeliana demuestra que la mayor parte de los componentes de la revolución
democrática ya estaban allí: una masa que se manifiesta en las calles, que está
hambrienta de novedades (el tango lo era, y mucho), que tiene en la radio y el
cine una fuente de referencias, y que es en la ciudad donde escenifica sus
grandes procesos. Otro de los rostros y sonidos del 36 era, entonces, Gardel.
José Ignacio Cabrujas, con esa capacidad para diseccionar a la sociedad
venezolana que lo caracterizó, no tomó en vano el episodio de la visita de
Gardel en su celebrada El
día que me quieras para retratar al país de la época. Ya
volveremos sobre esta obra. Si a aquellas protestas habría que ponerles
un soundtrack,
alguna de sus canciones debería aparecer, más allá de que en lo específico no
se refirieran a nada de lo que estaba pasando. La leyenda dice que Gardel le
cantó a Gómez “Pobre Gallo Bataraz”, lo que se vio como una señal de oposición,
que incluso le entregó sus honorarios a los exiliados cuando pasó por Curazao,
rumbo a Colombia… en todo caso, son partes del frondoso anecdotario gardeliano.
De un modo u otro, no es
posible saber qué tan politizados estaban los venezolanos en abril. Incluso es
probable que la mayor parte de quienes protestaron el 14 de febrero no hayan
estado en condiciones de saberlo si se lo hubiésemos preguntado aquel día, o
tal vez hubieran dicho que para el momento no era algo que le preocupaba
especialmente. Sin embargo, a veces se necesita sólo un detonante para que la
politización latente salga a la superficie. En nuestro caso, lo fue la muerte
de Gómez en diciembre de 1935. Por más vueltas que se les den a los sucesos de
los días inmediatamente posteriores, a las explicaciones siempre les falta una
pieza: si tan sólo se murió un hombre, ya desde hacía un tiempo disminuido por
la enfermedad y la vejez, y el resto de las partes del sistema habían quedado
igual, ¿por qué esperar a su muerte para salir a la calle, si ése era el deseo?
¿Es que de veras el poder de ese Gendarme
Necesario era tal que valía para meter más miedo que el
Ejército, la Sagrada, la policía y la infinidad de espías, comisarios y grupos
más o menos parapoliciales del gomecismo juntos? Es probable que la psicología sea quien pueda
darnos una respuesta.
El punto es que, por una
parte, la gente salió a la calle. Y por la otra, un sector importante del
gomecismo –uno que también había cambiado o veía los cambios, que igualmente
iba al cine y admiraba a Gardel– decidió que había llegado el momento de hacer
lo que hoy llamaríamos una transición. Volvamos al 14 de febrero: más allá de
que estuviera sinceramente asustado por la dimensión de la protesta, de haberlo
querido, es probable que el Gobierno hubiera podido controlarla con un baño de
sangre. En todo caso, decidió no probarlo, por las razones que fueran, y eso es
un dato que no debe obviarse.
En efecto, salvo que la
situación devenga en una guerra abierta (como muy pronto ocurriría en España),
por lo general los Estados cuentan con los suficientes recursos como para
acabar por las malas con los descontentos. Especialmente si ese Estado es el
venezolano de 1936, es decir, que está a sólo dos meses de la muerte de Gómez,
para quien la represión era una parte esencial de su sistema (no la única,
porque también apeló a muchos consensos, pero sí esencial). Una carga de
caballería de La Sagrada no hubiera sorprendido a nadie, al menos antes de que
la protesta adquiriera el tamaño que finalmente tuvo, que seguramente hubiera
rebasado a este cuerpo policial. Incluso una matanza en toda regla no habría
sido extraña para como estaban entonces las cosas en el mundo. La experiencia
venezolana del siglo XX, que fue de crecientes libertad y paz, nos hace olvidar
que el mundo justo iba por otro camino en la mayor parte de la centuria. De
hecho, aquéllos eran días en los que el genocidio empezaba a hacerse
aterradoramente comunes. En China y Etiopía ya se había visto lo que pronto se
generalizaría en España y, a partir de 1939, en toda Europa. Tan cerca,
temporal y geográficamente como la República Dominicana de octubre de 1937, se
perpetró la última gran matanza racial que ha ocurrido en el Caribe, la de los
inmigrantes haitianos. Básicamente, no reportó ningún costo para el régimen de
Rafael Leonidas Trujillo, que al final saldó el asunto pagando una
indemnización (Estados Unidos, que quería cualquier cosa menos volver a ocupar
la isla o presenciar una guerra en el Caribe, dio por buena la solución). Es
decir: el hecho de que López Contreras haya decidido no ser un asesino en una
época repleta de genocidas es algo que no se puede dejar de resaltar.
Quien escribe no ha podido
averiguar las razones exactas por las que Mevorah Florentín decidió abandonar
Salónica, pero es presumible que fueron las mismas del resto de los sefardíes
del puerto que en la década de 1920 comenzaron a emigrar en masa: la guerra
greco-turco y el antisemitismo que el nacionalismo griego desató. Es razonable
suponer que Florentín debió estar entre los caraqueños que mejor ponderaron el
gesto. Aunque como todos los inmigrantes que escapan de situaciones
traumáticas, debió sentir temor de que las turbulencias metieran a su nueva
patria en el foso en el que había caído la suya, pero el gesto contemporizador
del Gobierno rápidamente lo habrá convencido de que tomó la decisión correcta.
Cuando en 1938 se les abrieron las puertas a los judíos austríacos, aquello
debió haberlo emocionado tal vez hasta el llanto. Y no es que en Venezuela no
había leyes raciales o incluso actos más o menos xenófobos, sobre todo en los
campos petroleros (ya volveremos sobre esto), es que se hizo con ello, como en
lo demás, lo posible para dejarlos atrás.
De eso se trató la
transición. No sólo de un cambio de régimen –o, en el caso de López Contreras,
de un cambio en el régimen–,
sino de todo lo que pasó antes y pasaba al lado, abajo, a su alrededor. En la
próxima entrega se abundará más sobre este punto."
Tomado de PRODAVINCI
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