miércoles, 24 de agosto de 2016

Y EL PROBLEMA SE ENCADENA

Un niño que muere.
La madre que desespera y ancianos que desmayan en la fila.
En Caracas comienza la angustia y la provincia sigue el ejemplo.
Entre secuestro y extorsión.
Y el problema se encadena.

La mujer llega a su casa y está fatigada por las horas de cola. Se sienta frente al televisor en la vieja poltrona, herencia de su abuela. La novela va a comenzar justo cuando aparece el aviso de otro discurso. “¡Ya encadeno!”, grita con rabia y apaga el aparato.

Prefiere entregarse al sueño.

Antes, había recibido la noticia de su padre, que se había desmayado en la cola de Caricuao. Su madre le pide que le consiga una pastilla contra la hipertensión. Todo fue inútil.

Volvió a la TV y seguía la cadena.

No pudo dormir. Cinco llamadas y no había la medicina para su padre.

Casto es su nombre y ni de vaina da su apellido. Esta extenuado tras una cola que cubre los cuatro costados del supermercado.

La gente de los barrios ha bajado para buscar harina y pollo, porque corrió el rumor en la ciudad de que había suficiente.

Él tenía otro número que alimentaba su esperanza de conseguir parte de su cesta.

Eran las 8 de la mañana. Sus ojos enrojecidos por el trasnocho. Estaba a unos veinte puestos.

Una hora después estaría en la caja pagando. Eso pensaba.

Vana ilusión. Apareció un empleado del hipermercado: “Todo se acabó”.

Luego confesaba que por la parte trasera habían llegado los hombres de verde y arrasaron.

Jairo Sánchez López, tiene 68 años y nunca imaginó que con la educación que recibió de don Tomás, su padre, iba a tener que fingir una enfermedad y hasta desmallarse.

“Pero tuve que hacerlo”, dice, mientras muestra dos paquetes de Harina Pan, comprados en el supermercado.

Llevaba una hora en la cola y su nerviosismo daba cuenta de su adrenalina.

“Caí al piso y sobre mí, varios de los cola-habientes para recogerme”.

“Me recuperé o lo simulé diciendo que sufría de hipertensión”.

“Los primeros de la fila me permitieron entrar y así pude ponerme en los dos paquetes de harina”.

“Mi esposa no lo creía. Yo tampoco”.

“Pero así vivimos en este país de colas y cadenas de un gobierno que nos desespera y provoca miles de hipertensos como yo”.

Políbio pasa de 60 años, pero se ve un poco gastado y eso para él ya es una ventaja a la hora de alistarse en la diaria batalla para conquistar la comida.

Su mujer era chavista hasta que dejaron de pagarle la beca de 800 bolívares.

Ahora, ella lo acompaña a las colas y al grito de “¡Revocatorio ya!”.

Se las han inventado para acceder a los supermercados.

Él se armó con un bastón y simula muy bien su pasmoso andar. Tan bien, que apenas ven a la pareja, les permiten avanzar hasta llegar a los estantes de la harina pan y el arroz.

Apenas regresan a casa, guardan el bastón como una joya.

María Cruz, llora y llora.

Su hijo ha muerto apenas viene al mundo.

El médico le ha dicho que la criatura no resistió la mala alimentación de la madre.

Ella confiesa su verdad.

Comía muy poco.

Alfonso Manzo Rigores llega molesto a su trabajo. Ese día había perdido su acostumbrada amabilidad. “¿Qué le pasa a este?”, preguntó uno de sus compañeros, justo cuando abandona el ascensor. El indignado sigue imperturbable hasta que entra a su oficina. Finalmente se desahogó con Ana, su compañera de trabajo. Le muestra la hoja impresa con el número 708. “¿Sabes que me he tenido que levantar a las tres de la mañana y legar a la cola de un abasto en la Avenida Rómulo Gallegos?”. Eran las 9 y Ana le pregunta “¿Y qué haces aquí?”. Él responde: “Dejé a mi señora en la cola con el número anterior y ella me llamará”.

Es la historia de miles de Alfonsos en todo el país.

Goya, le dicen en su estado, había esperado su día de para comprar harina y arroz. Los productos tenían como destinatario su familia en su tierra natal. Decidió aprovechar el fin de semana para llevar el “tesoro escondido”, que tanta alegría llevó a su hija cuando le informó el hallazgo de arroz y harina pan. No era precisamente CLAP. Se alistó y desde el terminal de Caracas se fue a la ciudad donde habitan sus hijos. Era inocultable su expresión de júbilo cuando subió al autobús. En el trayecto contemplaba su ansiado paquete. Mis hijos al fin van a comer. Justo el colectivo se detiene y aparecieron hombres vestidos de verdes. Caminaron y con el gesto indignante del abuso de poder casi gritaban: “¡Esa bolsa esta decomisada!”. Goya desde el penúltimo asiento se encomendaba a todos los santos. Su oración era dramática. “Santo Bendito que no me vayan a quitar mi paquete”. Cerró los ojos y sintió que alguien arrastraba su bolsa. Ni siquiera pudo protestar. Había rabia. Le provocaba gritar. En su indefensión solo pudo mover los labios. Cooooo…de la maaa…Sus hijos habían perdido la comida. A ella le robaron su sueño. La modesta mujer que trabajaba en el servicio doméstico, no pregunta ahora dónde conseguir comida para sus hijos ausentes, sólo grita: “¿Cuándo carajo es el Revocatorio?”.
L.J. Hernández

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