viernes, 3 de junio de 2016

CAP Y ROUSSEFF POCO EN COMÚN

Acaban de cumplirse 23 años de la separación de Carlos Andrés Pérez de la presidencia de la República y circuló en las redes sociales el discurso donde CAP acató inmediatamente la sentencia que lo suspendió de sus funciones. La presentación del discurso hace una alusión –por cierto, muy superficial- a la separación de los poderes y al respeto de la institucionalidad como característica nuestra en esa época, a lo cual me referiré más adelante.

También acaba de acordar el parlamento de Brasil la separación temporal de Dilma Rousseff de la presidencia, lo que invita a comparar ambos casos habida cuenta de la situación que vive Venezuela, en la que una cantidad inmensa de ciudadanos desea la salida anticipada del presidente a través de una vía constitucional que salve nuestra institucionalidad, vestida ya con harapos.

Cuando un Estado prevé la posibilidad de apartar de su cargo al máximo gobernante por una vía no electoral, debe idear un mecanismo que garantice el equilibrio entre la adopción de los correctivos que se pretenden y la preservación de la estabilidad del país. No es fácil sortear las pasiones desatadas ante un evento de este tipo. Solo es posible con la instauración de un debido proceso, un camino donde haya una ruta segura, sin atajos, ni callejones sin salida; donde haya certeza de cuáles son las infracciones que lo originan, para asegurar que éstas serán inmutables después de instaurado; donde su duración y etapas están previstas para que lo que allí se ventile no se liquide con premura ni se postergue para siempre; donde se garanticen oportunidades para que tanto quien pide la destitución como quien es objeto de cuestionamiento puedan expresar y demostrar todo lo que sea pertinente; donde se cumpla la obligación de valorar todo lo alegado y lo que deba ser conocido, y finalmente, donde el veredicto sea de tal justeza que todos lo perciban como inobjetable al ser ajeno a presiones o factores externos.

Aunque en Brasil apenas comienza el procedimiento y el juicio a CAP concluyó en 1996, puede advertirse que ambos solo tienen en común el hecho mismo de la separación del cargo, que en el caso de Rousseff se ignora aun si será definitiva. En todo lo demás las diferencias son abismales, no solo porque se trata de procedimientos distintos, sino porque también difieren la concepción y desarrollo que adoptaron sendas instituciones en cada caso.

Brasil es uno de los países que incluyo en su Constitución la figura del juicio político, cuya naturaleza excluye la imputación de delitos o el riesgo de encarcelamiento. Además, como exige un debido proceso, la separación temporal de Dilma Rousseff, aunque provenga de un procedimiento de carácter político, fue ventilada en dos instancias sucesivas con la posibilidad de que, cumplido el lapso de 180 días, la funcionaria sea restituida en su cargo si los alegatos de defensa, que tendrá la oportunidad de presentar, son acogidos por el Senado; para lograr esto, Rousseff no estará impedida de construir las alianzas políticas necesarias, ya que no pesa sobre ella restricción alguna sobre su libertad personal o sobre cualquier actuación distinta del ejercicio del cargo.

En el caso de CAP, la suspensión del cargo de Presidente provino de la imputación de delitos. Conocido el final de la historia, vemos que la ausencia de la figura del Juicio Político no fue obstáculo para adecuar los hechos al único procedimiento disponible, aunque la vía penal no guardara relación ni proporción con el problema político real: la impopularidad del presidente. Así, el 20 de mayo de 1993, la Corte Suprema de Justicia, sin permitirle siquiera presentar alegatos en su defensa, declaró la suspensión de CAP del ejercicio de la presidencia y acordó su antejuicio y el de dos de sus ministros por la presunta comisión del delito de peculado, por la supuesta apropiación de 250 millones de bolívares destinados a gastos de Seguridad del Estado. El Congreso, por su parte, apenas tres meses después, sin que mediara un auto de detención –que se dictó en 1994- y menos aún una condena –dictada en 1996-, convirtió la suspensión en destitución, al nombrar un sustituto para el ejercicio de la presidencia durante el resto del periodo. Para validar el atropello, la sentencia firme dictada en una sola instancia sin derecho a apelación, condeno a los acusados por malversación, un delito distinto del que se imputaba y por hechos también distintos de la supuesta apropiación de fondos.

En el acto de informe de ese juicio, como abogada de Reinaldo Figueredo, advertí a la Corte que su fallo del 20 de mayo abrió tres compuertas que violentaron gravemente el Estado de Derecho: como el uso del derecho como instrumento para formular veredictos políticos, con la usurpación de las funciones del Poder Judicial por parte de factores externos que impusieron sus intereses, y con la entronización en los ciudadanos del miedo a ser juzgados en circunstancias adversas de opinión pública cuyo peso era insuperable para un juez. Los magistrados, salvo honrosas excepciones, no pudieron sobreponerse a las presiones. Dada su máxima jerarquía, la señal para el resto de los jueces marcó un retroceso en la dura lucha que muchos libraban para preservar la autonomía de sus decisiones. No tengo duda de que ese precedente nefasto, lejos de preservar la inconstitucionalidad, más bien horadó sus bases y sembró las semillas del cinismo y la barbarie que hoy cosechamos exitosamente.
Beatriz Di Totto Blanco

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