viernes, 3 de junio de 2016

UN PAÍS CRUCIFICADO

A comienzos de 1.993, Mohandas Gandhi y miles de sus seguidores llevaron a cabo la famosa Marcha de la Sal al Mar. Después de caminar cuatro semanas, Gandhi, en un simbólico gesto, al llegar a la costa evaporo un poco de agua en un plato para producir sal, lo que en opinión de las autoridades constituía una violación de la ley que otorgaba la exclusividad de la producción de este producto a un monopolio gubernamental británico. Como consecuencia de tan alevoso delito, tuvo que pasar algún tiempo en prisión. A su salida de la cárcel, fue invitado a una conferencia en Londres y, al arribar al puerto de Southampton, varios periodistas lo abordaron. Uno de ellos le pregunto qué pensaba de la civilización occidental, a lo que Gandhi respondió con una irónica frase: “Creo que podría ser una buena idea”. Ese gran hombre posiblemente imaginaba lo maravillosa que podría ser una sociedad que cumpliera cabalmente con los postulados culturales que pregonaba, pero también es posible que sintiera un verdadero horror ante los desafueros que esa “civilización” había cometido y hasta es probable que también imaginara los que cometería en los años por venir.

El episodio vino a mi memoria en estos días de Semana Santa, de asueto alargado, al meditar sobre el llamado socialismo del siglo XXI –lo que para muchos también parecía una buena idea- y los efectos que ha ocasionado la política instrumentada para instaurarlo. La opinión generalizada es que, en nuestro caso, lo que ha representado para este pueblo es una auténtica crucifixión, a la luz de los resultados obtenidos y las perspectivas que nos esperan. Las discrepancias surgen al momento de considerar las causas del manifiesto fracaso. Luce mayoritario el criterio de que la ineptitud y la falta de pericia gerencial han sido dos de las razones más influyentes en la destrucción progresiva de nuestras infraestructuras físicas, institucionales, económicas y sociales. Disiento de tal apreciación. Por el contrario, considero que en los últimos cincuenta años ningún gobierno ha sido tan exitoso en el logro de sus objetivos como en el actual. Una simple frase es esencial para la comprensión de la situación.

Si la memoria no me juega una de sus habituales trastadas, creo que fue el inefable profesor Giordani quien dejó escapar la frase clave: “El socialismo solo se puede construir desde la pobreza”. Allí está el quid del asunto. Por supuesto que en la gestión administrativa del Gobierno reina la ineptitud. Hasta se promueve la ineficiencia. Y si el personaje está incurso en hechos de corrupción, más valioso resulta, pues con las pruebas de tales fechorías en la mano se garantiza su lealtad.

Mientras más inepto sea el funcionario, más alto escalara en el escalón burocrático. De ello no hay duda y las pruebas están a la vista en todos los órdenes. Pero esa ineficiencia es lo que posibilita la destrucción de todo lo existente. El objetivo final es que todos en Venezuela nos igualemos, pero por debajo. Todos debemos subsistir en la pobreza y depender de lo que el único amo y patrón se sirva proveernos. Solo la alta jerarquía podrá disfrutar de las mieles de ese socialismo siglo XXI, como ha sido la pauta que se ha repetido en este tipo de regímenes, tal como magistralmente lo describiera Milovan Djilas en su libro “La Nueva Clase”, donde revelaba los privilegios de los altos funcionarios comunistas en la vieja Yugoslavia.

Esta hipótesis explicaría, por ejemplo, el hecho de que la auténtica aniquilación que sufre el aparato productivo nacional no cause preocupación alguna en los rectores económicos gubernamentales, a pesar de los esfuerzos que realizan por tratar de disfrazar el objetivo mediante la promesa de planes y motores para reactivarlo. Por el contrario, mientras mayor sea el número de empresas que periódicamente tienen que cerrar, pareciera que la secreta satisfacción por tal hecho es mayor. La mano de obra que pierde sus puestos de trabajo pasara a mendigar las migajas que una misión le proporcionará. Los ejemplos abundan. La absoluta indolencia con que se observa la destrucción de las empresas básicas de Guayana, de la infraestructura física del país, el deplorable estado de escuelas y hospitales públicos, el convertir la principal industria nacional en una auténtica quincalla en bancarrota, el deterioro manifiesto de los servicios públicos, son pasos importantes que se dan en la búsqueda del objetivo final. Si la economía nacional se desploma y la inflación se desata, bienvenidas sean tales catástrofes. Mayor será la dependencia de la población del poder omnímodo del amo y señor de nuestras vidas: el Estado, se trataría, en pocas palabras, de una ineficiencia programada.

Los meses venideros serán de una importancia vital. El pueblo venezolano deberá decidir si el destino que prefiere es el de la suerte que en la actualidad sufren los pueblos más pobres y desgraciados de la tierra, entre los que se cuentan el norcoreano y el cubano (aunque este pareciera comenzar a vislumbrar otros caminos), o el de aquellos que, con todo y las dificultades que el panorama ofrece, buscan la modernidad y el progreso colectivo. No desaparecerán de inmediato los tiempos duros en los que la represión y la persecución a quienes piensan distinto de la línea oficial serán las consecuencias de tamaña osadía. Ya no se trata de marchas como la de la sal, sino de amargos y ácidos días en los que el venezolano deberá mostrar su temple y verdadera índole.

Luis Beltrán Petrosini

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