Texto
de Cesare Beccaria
Bonesana
Obra:
DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS
Introducción
y nota al pie por Abg. Rafael Medina Villalonga
Sirve esta nota para continuar
difundiendo el conocimiento y la sabiduría encerrados en las páginas de la
maravillosa obra de Cesare Beccaria Bonesana. Si nuestros legisladores y
nuestros jueces leyeran, o mejor: estudiaran y comprendieran el significado y
alcance de los principios y conceptos vertidos en ella – hace más de 250 años -
se abrirían las puertas a la seguridad jurídica, a la justicia, reina de todas
las virtudes como la calificó Simón Bolívar, a la paz social, a la democracia y
al bien común que tanto anhelamos los venezolanos en esta hora menguada que
vive nuestra sociedad toda.
Sólo falta la seriedad que dimana de la
madurez. Que a quienes les ha tocado dirigir los destinos de la nación
venezolana en estos días aciagos, lleguen a comprender la gravedad de la
responsabilidad que les ha tocado en suerte y dejen de actuar como niños a quienes se compra su voluntad con unos
caramelos, aunque esos caramelos sean miles o millones de dólares, con los que
los tientan los malhechores que han corrompido todos los estratos de nuestra
sociedad.
Ciudadanos dirigentes, la Providencia
los ha encargado de velar por el bienestar de la gran mayoría de sus
conciudadanos inocentes, ingenuos, que no tienen las herramientas del
conocimiento y la sabiduría para proveer a sus propios intereses por ellos
mismos. Vuestra responsabilidad, vuestra tarea, en estas horas oscuras es
razonar y actuar como el adulto para
ejercer la responsabilidad de dirigir los destinos de nuestra nación como un “Buen Padre de Familia”.
Hay que acabar con la “viveza criolla”, con la coima, la matraca, el pónganme donde “Haiga”,
el “cuanto hay pa’ eso”. Es la hora
de la seriedad, del esfuerzo creador, de la remuneración justa por un trabajo
bien hecho, del premio al mérito y del castigo al desmedro, al estropicio, a la
mala conducta y a la violación a las leyes, a la moral y a las buenas
costumbres. ¡Basta de padrinazgos para acceder a un cargo en la cosa pública!
Con el
permiso del maestro Rómulo Gallegos, parafraseamos la frase última de su
inolvidable “Doña Bárbara”:
¡Tierra
venezolana, propicia para el esfuerzo, como lo fue para la hazaña, tierra de
horizontes abiertos, donde una raza
buena, ama, sufre y espera!
He aquí la sabia opinión del autor
sobre los “Indicios y formas de juicio”.
¡Buen provecho!
Hay un teorema general muy útil para
calcular la certeza de un hecho, p. ej., la fuerza de los indicios de un
delito. Cuando las pruebas de un hecho dependen una de la otra, es decir,
cuando los indicios no se prueban más que recíprocamente, en tal supuesto,
cuantas más pruebas se aduzcan tanto menor es la probabilidad del hecho, porque
los casos que harían fallar las pruebas antecedentes hacen fallar también las
subsiguientes. Cuando todas las pruebas de un hecho dependen por igual de una
sola, el número de pruebas no aumenta ni disminuye la probabilidad del hecho,
porque todo su valor se reduce al de aquella única de la cual dependen. Cuando
las pruebas son independientes una de otra, es decir, cuando los indicios se
prueban de otra manera entre sí mismos, entonces cuantas más pruebas se aduzcan
más crece la probabilidad del hecho, porque la falsedad de una prueba no
influye sobre la otra. Hablo de probabilidad en materia de delitos, que para
merecer pena deben ser ciertos. Pero se resuelve la paradoja si se considera
que la certeza moral no es rigurosamente más que una probabilidad, pero una
probabilidad tal que es llamada certeza porque todo hombre de buen sentido
asiente necesariamente a ella por una costumbre nacida de la necesidad de obrar
y anterior a toda especulación. La certeza que se requiere para declarar a un
hombre culpable es, pues, la que determina a todo hombre en las operaciones más
importantes de la vida. Pueden distinguirse las pruebas de un delito en
perfectas e imperfectas. Llamo perfectas a las que excluyen la posibilidad de
que tal hombre no sea culpable; y llamo imperfectas a las que no la excluyen.
Una sola de las primeras es suficiente para la condena; de las segundas son
necesarias tantas cuantas basten para formar una perfecta; es decir, que si por
cada una de ellas en particular es posible que uno sea culpable, por la unión
de todas ellas en el mismo sujeto es imposible que no lo sea.
Nótese que las pruebas imperfectas, de
las cuales pueda el reo justificarse y no lo haga debidamente, se transforman
en perfectas. Pero es más fácil sentir que definir exactamente esta certeza
moral de las pruebas. Por ello creo que la ley optima es la que establece
asesores del juez principal, designados por suerte y no por selección, porque
en este caso es más segura la ignorancia que juzga por sentimiento, que la
ciencia que juzga por opinión. Donde las leyes sean claras y precisas, el
oficio de un juez no consiste en otra cosa que en la verificación de un hecho.
Si para buscar las pruebas de un delito se requiere habilidad y destreza; si
para presentar su resultado son necesarias claridad y precisión; por el
contrario, para juzgar sobre el resultado mismo no se requiere sino un simple y
ordinario buen sentido, menos falaz que el saber de un juez acostumbrado a
querer encontrar reos, y que todo lo reduce a un sistema artificial adquirido
en sus estudios. ¡Feliz aquella nación en la que las leyes no fueran una
ciencia! Es muy útil aquella ley según la cual todo hombre debe ser juzgado por
sus iguales, porque cuando se trata de la libertad y de la fortuna de un
ciudadano deben callar los sentimientos inspirados por la desigualdad: tanto la
superioridad con que el hombre afortunado mira al infeliz, como el desdén con
que el inferior mira al superior, no deben intervenir en este juicio. Pero
cuando el delito consista en la ofensa a un tercero, la mitad de los jueces
deberían ser iguales al reo, y la otra mitad iguales al ofendido; así,
compensados todos los interesados privados, que modifican incluso involuntariamente
las apariencias de los objetos, no hablarán más que las leyes y la verdad. Es
también conforme con la justicia que el reo pueda excluir hasta un cierto
límite a aquellos que le resulten sospechosos; y concediéndole esto sin
oposición durante algún tiempo, parecerá como que el reo casi se condena a sí
mismo. Sean públicos los jueces y las pruebas de un delito para que la opinión,
que es quizá el único fundamento de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y
a las pasiones; para que el pueblo diga: no somos esclavos y estamos ofendidos;
sentimiento que inspira valor y que equivale a un tributo para el soberano que
entiende sus verdaderos intereses. No indicaré otros detalles y precauciones
que requieren semejantes instituciones. No habría hecho nada, si fuese
necesario decirlo todo.
Nota: Esta obra fue
publicada por primera vez en 1764, en Livorno, Italia. Quien reproduce este
fragmento no ha agregado ni intervenido o modificado su redacción en cuanto a
sintaxis u ortografía. La traducción es de FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE,
catedrático de la Universidad de Salamanca, España. Es edición española de
“aguilar s a de ediciones” 1969; primera edición-cuarta reimpresión- 1982. Págs.
83 – 86.
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