DE
LA CERTIFICACIÓN DE LUCIDEZ PARA EFECTOS NOTARIALES
Chile,
28 de diciembre 2021
Por Santiago Zárate
“Por de pronto, los adultos mayores
son hoy autovalentes y por lo tanto no tiene cabida en la casuística de
incapacidades legales regulada en el artículo 1447 del Código Civil chileno; ni
como incapaces absolutos, ni como incapaces relativos, ni como especiales.”
“Entonces, atendamos
primero a saber qué se entiende por lucidez, para luego preguntarnos si es
posible al notario exigir un documento que acredite tal condición o situación
para que los efectos del acto final que debe autorizar produzcan no sólo los
resultados esperados por las partes, sino que aquellos que demanda el sistema
jurídico en su completitud.
Recientemente,
y a raíz de una carta enviada al director
del diario El Mercurio de
Santiago, por un ciudadano de 86 años que reclamó una supuesta discriminación porque
un notario le habría solicitado un ‘certificado de lucidez’ para
poder realizar una actuación determinada; el ministro de justicia y derechos humanos, Hernán Larraín, solicitó a la Corte Suprema
dictar “instrucciones
generales acerca de la procedencia, condiciones o improcedencia” del mencionado certificado. La Corte de Apelaciones de
Santiago, acogiendo ese mismo llamado, paralelamente dispuso que la ‘Comisión de Notarios’(dependiente de ese tribunal de alzada),
también se pronunciara al respecto. Ambos encargos se encuentran, no obstante, pendientes.
Hay
dos cuestiones a las cuales referirse en este tema. La primera es aquella planteada
en la reclamación y que refiere a si
el notario puede o no exigir un certificado como el mencionado. La
segunda es la constatación del hecho de que nuestra
sociedad no se encuentra preparada
para percibir a sus
adultos mayores como individuos autovalentes, y no dependientes (Pereña, 2018).
Con
respecto a lo segundo, nuestra
sociedad ha experimentado en estos últimos años cambios que ameritan una revisión de las normas
legales que regulan la actividad notarial
en algunas materias y
con respecto de ciertos actos en los cuales éstos participan, y
que van, evidentemente, más
allá del deseo del ejecutivo de reformar sin fundamentos sólidos la actividad
realizada por quienes son los custodios de la fe pública, creando la figura de los fedatarios.
Un adulto mayor autovalente es aquel capaz de realizar una variedad de actividades sin
la intervención de otras personas respecto de las cuales puede incluso depender. Alguien
autovalente es quien puede realizar acciones por sí mismo.
Ejemplo de ello, son las actividades diarias, como bañarse, lavarse los
dientes, cocinar, correr,
hacer ejercicio, etc.; acciones que dependen de un cierto grado de autonomía
que hoy muchos adultos mayores (de 75 años o
más), poseen en
plenitud. La percepción de debilidad que
generalmente se atribuye a los mayores, es en consecuencia, falsa.
La
excepción, como es pensable, está
dada por la situación de adultos
mayores discapacitados en razón de deficiencias
físicas, de enfermedades
crónicas o terminales, o de
aquellos derechamente
incapaces, jurídicamente hablando. Es decir, un
adulto mayor autovalente no puede jamás ser considerado un discapacitado o un
incapaz legal a priori. Si, por el contrario, esa discapacidad o incapacidad le impide
realizar acciones por
sí mismo, es perfectamente posible que
tampoco pueda celebrar actos jurídicos plenamente.
Por
de pronto, los adultos mayores son hoy autovalentes y por lo tanto no tiene cabida en
la
casuística de
incapacidades legales regulada en
el artículo 1447 del Código Civil chileno;
ni como incapaces absolutos, ni como incapaces relativos, ni como especiales.
Entonces, atendamos
primero a saber qué se
entiende por lucidez, para luego preguntarnos si es posible al notario exigir
un documento que acredite tal condición o situación para que los efectos del
acto final que debe autorizar produzcan no sólo los resultados esperados por las partes, sino que aquellos que
demanda el sistema jurídico en su completitud.
Siguiendo
el predicamento del uso natural y obvio de las palabras y de su entendimiento
general, la palabra lucidez es un término equívoco, es decir, que a la unidad
del término se le atribuyen dos o más significados distintos. De hecho, ninguna ley (en sentido lato ni
estricto) define la palabra lucidez, por lo que,
entonces, se hace necesario recurrir a lo que se entiende
por lucidez. En efecto, el término lucidez
proviene del vocablo mayor ‘lúcido’, el que refiere al sujeto que se expresa con
claridad (figurativo), por lo que podemos entender que si alguien es
lúcido es también claro en su expresión, esto es, en su lenguaje,
o con aquella expresión que emana naturalmente de sus actos o de su conducta. En consecuencia, si el
sujeto se expresa de una manera clara y realiza acciones claras, es lúcido o se conduce con
lucidez, lo que, en definitiva, implica tener una calidad o cualidad: la de lúcido.
Y
ello no se extrae del Diccionario de la Real Academia, sino de un diccionario
ideológico (Casares, 2020). En el DRALE, la palabra lucidez significa “claro en el razonamiento, en las expresiones, en el estilo, etc.”, con lo cual se establece una conexión
interna del vocablo con su uso natural o ideológico. Es decir, que tanto el
término ‘lucidez’ como el de ‘lúcido’,
se corresponden con la idea de claridad y, finalmente, de luz. Por ende, quien se expresa con claridad, o
actúa con claridad (iluminadamente), se entiende tener la calidad o cualidad de
lúcido.
Ahora
bien, este adjetivo calificativo se refiere evidentemente a un sujeto; se
predica de un sujeto, lo que significa que sólo una persona
natural puede ser lúcida. Como sólo
a los seres humanos se les puede atribuir la calidad o cualidad de ser lúcido,
o de actuar con lucidez, ¿ella se predica de las personas
naturales cuya conducta se ajusta a los cánones normales en los que un sujeto
se comporta, o es necesario
atribuirlo a algún grado de discapacidad mental; una patología psicológica o
psiquiátrica, ¿en su caso? Para
contestar debidamente, debemos
determinar entonces si lo que se quiere acreditar es una condición
de normalidad, o de alguna enfermedad mental.
Sabemos que no todas las personas son o actúan
lúcidamente, sea porque sufren de alguna anomalía física, o sea porque adolecen
de alguna incapacidad, o discapacidad intelectual. Esto, por cuanto no se puede ser lúcido
del estómago, sino de la cabeza; de la mente; del cerebro. En este sentido, que es más cercano al
ámbito de la ciencia médica,
se sostiene que la capacidad
que tiene una persona de reflexionar o de analizar situaciones complejas revela
su lucidez.
¿Quién, en esa
medida, podría otorgar
semejante certificación? Si atendemos al significado utilizado por la ciencia
médica de lucidez, evidentemente, será un médico el que deba atestiguar la condición o cualidad
de lucidez de una determinada
persona, la que, con todo, puede incluso no ser paciente del facultativo, o,
peor aún, tener la calidad de médico cirujano, oficio general un tanto alejado
de la psiquiatría, o de la psicología.
Aclarado lo anterior, debemos recurrir a la legislación
que regula la actividad notarial, preguntándonos en primer lugar si existe
norma expresa y específica que
faculte al notario para solicitar a un sujeto que le demuestre que es lúcido, y en segundo lugar, qué efectos puede
producir tal declaración con respecto al
acto jurídico en cuya virtud se le ha solicitado intervenir.
Es
necesario recordar en esta parte, que nuestro Código Civil es del siglo XIX, y
por lo tanto, el único caso de incapacidad mental grave expuesto en él, esa demencia. Esto, por cuanto existen
incapacidades mentales menos graves, como la disipación o prodigalidad. En
el primer caso, el sujeto que sufre de demencia,
esto es, un deterioro progresivo de
las facultades mentales que causa trastornos de conducta. Ejemplo de
ella es la demencia senil o el
Alzheimer, patologías que
afectan, preferente (y no exclusivamente), a
los adultos mayores.
Por
lo señalado, y teniendo en
consideración que el concepto moderno de demencia dista un tanto del de loco furioso que
era usado en el tiempo en que nuestro código se promulgó; no es difícil
entender que tratándose de una norma general y abstracta, es perfectamente
aplicable la noción moderna, pues ello se entronca claramente con uno de los
ideales del codificador: la simpleza de las normas y su aplicación a la mayor
cantidad de casos posibles.
De
esa manera, si ley no establece más
que el caso del demente (en su acepción antigua o moderna), en un escenario de
incapacidad legal absoluta y
más aún, bajo interdicción (arts. 456 y 1447),
resulta claro que no existe impedimento alguno que
embarace o limite el actuar de cualquier sujeto, sea este menor de edad, adulto, o
adulto mayor.
Para que ese límite sea admitido como un
impedimento de capacidad, es necesario que un facultativo haya examinado al
sujeto en cuestión y haya determinado que sufre de una enfermedad mental que le
impediente. De esa manera,
si la enfermedad es grave, ese informe puede dar origen a una solicitud de
interdicción por demencia y a la designación de una guarda legítima que proteja
básicamente los bienes y persona del enfermo mental (art. 456 del Código Civil chileno).
Ahora
bien, han existido antes (y siguen existiendo hoy) algunas enfermedades
mentales, que no se manifiestan claramente, de modo que no es posible a alguien
ajeno a la actividad médica que pueda saber a ciencia cierta que alguien sufre
de una patología mental (una demencia). Los que intervienen en actos jurídicos
de relevancia jurídica, como suele ser, por ejemplo, la venta de un bien raíz,
deben optar por la cautela ante episodios que puedan dar a entender conductas
dispares o ajenas a una situación particular
respecto de sus contrapartes. En
doctrina se habla de actuar en un intervalo lúcido (art. 456),
caso en el cual nuestro codificador establece derechos a favor de quienes contratan con un demente.
Por otra parte, en el DL. 407 de 1925, existía una norma que
se refería a la capacidad de los contratantes en
las escrituras públicas, en los siguientes términos:
“Art. 18.
Toda escritura pública debe ser otorgada ante notario y dos testigos, vecinos
del departamento, que sepan leer y escribir y capaces de darse cuenta del acto
o contrato que se celebra”[la negrilla es nuestra].
Como
se puede observar el legislador de 1925 se preocupó del tema de la capacidad de
las personas para darse cuenta de
lo que estaban haciendo, lo cual,
evidentemente, hay que entenderlo en su genuino sentido, cual es que las
personas deben estar o ser lúcidas al momento de firmar una escritura
pública. Lamentablemente, esta norma no pasó al Código Orgánico de
Tribunales, por lo que en la actualidad podemos sostener que la solicitud de un certificado de lucidez se encuentra
reducida a una práctica
notarial.
Es
de toda evidencia que el notario no es un médico, y que los avances de la
ciencia médica en la
actualidad habilitan mejor a
un facultativo para certificar una enfermedad mental, sobre todo si se trata de
uno con especialidad en psiquiatría.
Nos restan dos asuntos que
tratar: uno, el referido a las normas que pudieren servir de sostén a la
solicitud de parte del notario; y, dos, cuál es la finalidad perseguida por el
notario al exigir el mentado certificado.
En orden al primer asunto, existe en el Código Civil una norma
que reviste cierto interés y que se encuentra dispuesta a propósito del
testamento abierto. Se trata del art. 1016 que dispone en la parte
pertinente lo que sigue: “En el testamento se expresará […] la
circunstancia de hallarse [el testador] en su
entero juicio […]”.
En Derecho Canónico, el juicio es importante en varias materias,
una de las cuales dice relación con el matrimonio, pues los contrayentes deben
otorgar su consentimiento libre y espontáneamente, para lo cual se requiere
contar con discreción de juicio que no es otra cosa
que el “suficiente uso de razón” (Serrano, 1985),
pero no una entelequia abstracta sino la concreción en los hechos de un
comportamiento que determine el cumplimiento de los deberes conyugales. Es
decir, se refiere a si el sujeto es suficientemente capaz de cumplir con esos
deberes, de huelga que de no serlo, objetivamente hablando, el matrimonio no
podrá prosperar. Es por tanto la
discreción de juicio lo que mantiene las bases sobre las que el matrimonio se
erige como la institución permanente que
es hasta nuestros días. Es la capacidad de hacerse cargo de los
efectos de consentir en el matrimonio. En palabras más simples implica tomarle el
peso a las cosas (González, 1993).
Para que se de entonces, se requiere que la persona tenga una
edad determinada, la que en Chile ha alcanzado los 16 años sólo recientemente.
Pero una persona de 16 años es según nuestro Código Civil un menor adulto y por
lo tanto, sujeto a patria potestad (o guarda en su caso), lo que limita su
accionar individual, pues serán los padres o sus guardadores en su caso,
quienes prestarán su ascenso o disenso para que ese menor
adulto pueda contraer válidamente matrimonio.
Por estas razones (testamento y matrimonio), parece de toda lógica que la discreción
de juicio no sólo se pueda aplicar a los
menores adultos (a quienes falta la madurez moral
necesaria), sino también a los mayores adultos, quienes si
bien no carecen de madurez moral para hacerse cargo de los efectos de un acto
jurídico), se encuentran en una situación que los demás componentes del grupo
social aceptan como protegible. La finalidad en ambos casos parece ser
la misma: protección y no limitación (Pereña,
2018). Es
decir, si los menores adultos requieren del asenso o disenso para contraer nupcias (norma
protectora), el adulto mayor requerirá de protección para
testar. Y a eso es a lo que se refiere el art. 1016 del Código Civil chileno.
Expuesto así, en consecuencia, pasemos a ver el segundo punto:
¿cuál es la finalidad de solicitar un certificado de lucidez a un adulto mayor? A partir de
lo señalado a propósito de la protección de los adultos mayores (más que de los
terceros con los cuales pueda contratar), es menester concluir que la solicitud
del notario se ajusta a la finalidad de custodia de la fe pública.
Lo
anterior se debe a que tal requerimiento busca proteger y no
limitar el actuar de una persona que desde los 18 años es plenamente capaz de
realizar toda clase de actos jurídicos válidos, sin necesidad de la
intervención de terceros o de órganos del Estado dispuestos a proteger sus
derechos por ellos.
Por consiguiente, no se trata de discriminar a las personas en
razón de su edad, como se ha planteado, sino de reconocer que llegada cierta
edad, es necesario preguntarse si mantenemos el mismo nivel de discreción de
juicio.
¿Y qué actos son aquellos en los cuales el notario podría solicitar la
certificación de lucidez? La
pregunta guarda consonancia con lo previsto en el art. 1016 del Código Civil
chileno, ya que es claro que el notario puede solicitar el certificado cuando
se trata de un testamento abierto.
Aparte de los testamentos, en los restantes asuntos (escrituras
públicas o documentos protocolizados) no existe
una norma particular en que se funde el requerimiento notarial, lo cual entendemos no es óbice
para explicar su racionalidad. En
efecto, si bien no existe norma expresa en nuestra
legislación que permita al notario exigir un documento
como el que se ha analizado en este trabajo, respecto de
todos los actos (o sólo respecto de algunos), existe una regla jurídica
para entender que el notario sí puede solicitar dicho
documento a las personas mayores que actúen ante
ellos. Nos referimos a la regla
de la analogía. Es decir, aquella en virtud de la cual, donde
existe la misma razón, debe existir la misma
disposición.
De esta manera, si existe una norma que obliga al notario a
expresar en el testamento abierto la circunstancia de que el testador se halla en su
sano juicio, ¿qué evita que se aplique la misma norma a las escrituras públicas
y demás documentos en que aquello sea necesario? No vemos obstáculo alguno para
pensar de esa manera, lo que es sin perjuicio de que exista una cantidad no
menor de actuaciones notariales en las que
claramente sea innecesario exigirlo.”
Tomado
de Diario Constotucional.cl
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