domingo, 11 de septiembre de 2022

ISABEL II O EL FIN DE LA ERA DE LA DECENCIA

 

ISABEL II O EL FIN DE LA ERA DE LA DECENCIA

Madrid, 11 de septiembre 2022

                                             Por Eduardo Inda / Okdiario.com

 

“Con ella se va una personal e intransferible manera de entender la vida pública, la de aquéllos que vinieron a servir y no a servirse. Dios salve su legado moral, ético y hasta estético.

 

“Imagínese que usted viene al mundo en el seno de una familia real. Primer marrón. Ponga por caso que es la más famosa y seguramente prestigiada del planeta. Segundo. Suponga que no está en la línea de sucesión porque su padre es el segundo, tercero o cuarto de la fila. Tercero porque, ya puestos, mejor ser cabeza que cola de león. Y, para rizar el rizo, añada dos cambios de guión que le llevan a reinar con 26 años porque su progenitor se ha ido inesperadamente al otro barrio lejos de haber cumplido los 60 y tras haber accedido a un trono que nunca esperó. Cuarto y gordo, gordísimo, nivel dios. Lo normal es que, por muchos preceptores que le pongan mañana, tarde y noche, por mucha reina madre que haya, a usted le sobrevenga el baile de San Vito, que la experiencia cuente con muchas papeletas de salir entre mal y peor, en resumidas cuentas, que se le venga el mundo encima. Porque tendrá la humana sensación de que el traje de monarca le queda tres o cuatro tallas grande.

 

Ése fue el escenario con el que se topó una Isabel II que nació sin posibilidades reales de acceder al trono, básicamente, porque su padre era el segundo en la línea de sucesión. El segundo más teórica que prácticamente porque en caso de que el heredero, Eduardo VIII, hubiera tenido descendencia Jorge VI se habría ido al quinto o sexto lugar. Ocurrió, sin embargo, que el primogénito se casó con una estadounidense dos veces divorciada, Wallis Simpson, haciendo oídos sordos a todos los disparos de advertencia, se armó el pitote, la Corte se sublevó, la Iglesia anglicana de la que él era jefe hizo tres cuartos de lo mismo porque prohibía los esponsales de los divorciados hasta que el cónyuge anterior falleciera, la Commonwealth le puso igualmente la cruz y no le quedó más remedio que abdicar. Una encerrona en toda regla en la que las traiciones se sucedieron cual efecto dominó. El Estado dentro del Estado le dobló el pulso. Antepuso su vida personal a la Corona más codiciada sobre la faz de la tierra. Una historia de amor como Dios manda.

 

Isabel II pasó la niñez en un casoplón en Picadilly, que no en un palacio, sin las exigencias ni la férrea educación de quien está llamado a ser el sucesor. Era lo que en algunas monarquías europeas se ha denominado “el estorbo”: esos miembros de la Familia Real que jamás reinarán, más bultos sospechosos que otra cosa por cuanto tienen que salir adelante sin cargo al Presupuesto de la Casa y lograrlo encima sin incurrir en conflictos de intereses ni en tráfico de influencias alguno. Un auténtico ejercicio de funanbulismo.

 

La soberana por antonomasia era una niña de la alta sociedad británica hasta los 10 años, primero nieta del Rey y más tarde sobrina. Jamás pensó que algún día le tocaría ceñirse la impresionante corona que se puede ver en la Torre de Londres. Es más, si no llega a ser por la irrupción de ese enigmático personaje de Baltimore que fue Wallis Simpson, jamás se hubiera coronado, entre otras razones porque se habría ido más o menos al sexto lugar en la línea de sucesión, el escalón que por poner un no muy afortunado ejemplo ocupa u okupa Cristina de Borbón. Aquel 11 de diciembre de 1936 cambió para siempre su vida por la vía de los hechos consumados: su tartamudo y despreciado padre pasaba a convertirse en el soberano del entonces gigantesco Imperio británico tras el empecinamiento de su tío en primar el amor al sentido del deber.

 

La vida cambió para siempre para aquella niña que cambió los juegos de muñecas y las travesuras con su hermana Margarita por un ejército de institutrices y profesores varios que se encargaron de prepararla para lo que, más pronto que tarde, acontecería. Algo similar a lo que ocurrió en la dinastía Borbón cuando una sucesión de golpes de baraka permitieron a Don Juan suceder a su padre, Alfonso XIII, como heredero. No en vano, el abuelo de Felipe VI era el sexto hijo tras Alfonso, que se hizo un Eduardo VIII y renunció para matrimoniar con una divorciada, Don Jaime, al que sádicamente se privó de su derecho por su sordera, Beatriz, Fernando, que nació muerto, y María Cristina. A las dos mujeres, la una abuela de Alessandro Lequio, la otra madre de las hermanas Marone-Cinzano, se les excluyó por culpa de esa Ley Sálica que, aunque parezca mentira, permanece indeleble en nuestra actual Constitución.

 

Isabel II creció influenciada más de lo que parece por un padre austero, sensato, pelín taciturno y al que su tartamudez condujo a la ausencia de protagonismo. La auténtica y genuina consejera áulica fue su madre, Isabel Bowes-Lyon, miembro de una ilustre saga de la nobleza escocesa. Ella fue la encargada de mantener a su primogénita con los pies en la tierra, la que le inculcó templanza en cantidades industriales, la que le enseñó a no creérselo nunca, la que le incitó a no perder jamás el contacto con la gente, a estar pendiente de las necesidades reales de sus súbditos, en definitiva, la que le advirtió que no es mala cosa ir por la vida “temerosa de Dios”.

 

La primera gran lección de vida se la impartió su madre cuando Reino Unido entró en la Segunda Guerra Mundial por culpa de la locura de un Adolf Hitler que tenía meridianamente claro que si quería dominar Europa no podía dejar campar a sus anchas a esas Islas Británicas que se jactaban de los beneficios de su “splendid isolation [espléndido aislamiento]“. Los bombardeos de la Luftwaffe sobre Londres y otras grandes ciudades británicas, especialmente las que albergaban aeropuertos o fábricas militares, se iniciaron en 1939, cuando Isabel II tenía 13 años y sumaba tres como heredera al trono.

 

Sus padres le dieron su primera gran lección de vida cuando varios cortesanos, incluido el primer ministro, Chamberlain, sugirieron la posibilidad del exilio para mantener a salvo a la familia Windsor. El contundente “no” con el que respondieron sin titubear a estos cobardes planteamientos fue esencial para que la aprendiz de reina aprendiera y aprehendiera esa ejemplaridad que es consustancial a cualquier monarquía. La dedicación, la dignidad y el sentimiento de que la institución está siempre por encima de uno mismo llegaron después cuando acompañó a su madre a visitar barrios arrasados por las bombas nazis y unos hospitales londinenses que no daban abasto para atender los miles de heridos, que en muchos casos se morían de dolor porque no había morfina suficiente para todos.

 

Su tercer gran maestro fue el que, según dictaminaron sus propios conciudadanos en una encuesta de la BBC en 2002, es el británico más grande de todos los tiempos: Sir Winston Churchill. El premier que derrotó a Hitler porque prefirió la guerra al deshonor y acabó teniendo la paz y el honor la adoctrinó en la honradez personal y la sobriedad en el ejercicio de la Jefatura del Estado. La austeridad le vino dada tanto por Jorge VI y su mujer como por el político conservador pero también por las circunstancias impuestas por el racionamiento propio de una nación en guerra. Se acostumbró desde entonces a vivir con lo justo. En sus siete décadas de reinado, sólo superados por un Rey Sol francés que empezó a ejercer el oficio con cuatro añitos, jamás la vimos lucir el último modelo de la firma tal o de la marca cual. Es más, en los 60, en los 70, en los 80, en los 90 y en los dos miles vestía igualito que en ese 1952 en el que se vio obligada a tomar las riendas de la Corona. Su estilo parecía hibernado. Y, por supuesto, todo made in England, ni una sola concesión a los diseñadores franceses o a los modistos italianos.

 

Isabel II pertenecía a ese Plan Antiguo que prohíbe no sólo la ostentación sino también el gasto superfluo, todos la imaginamos apagando las luces de Buckingham, Windsor o Balmoral, la verborrea, la incorrección política, la mala educación, el histrionismo y, por supuesto, esa corrupción que ha matado civilmente a su primo Juanito en España. Un Plan Antiguo que enseña que un apretón de manos tiene tanta validez como trato como pasar por el notario. Plan Antiguo con integrantes tan ilustres como el propio Churchill, como ese Bernabéu que dejaba en la caja las pesetas que costaban el Marca y el Abc del club que se llevaba a casa, como un De Gaulle cuya único desvelo era Francia y nada más que Francia, como Azaña, que murió en el exilio de Montauban más pobre que las ratas, como esa antítesis de Pujol que fue Tarradellas, como el propio Ronald Reagan, como una Margaret Thatcher a la que llamaron de todo pero nunca “corrupta” o como nuestros añorados Adolfo Suárez o Leopoldo Calvo-Sotelo.

 

Y, por encima de todo, lo más llamativo, un milagro diría yo, es cómo consiguió mantenerse en esa silla eléctrica que es el trono británico sin dar que hablar, sin protagonizar un solo escándalo, impidiendo por la vía de los hechos que los implacables tabloides le pusieran colorada. No sucumbir a un tropezón en 70 años y más en la democracia más pura del mundo es un auténtico milagro. Todo lo contrario que una prole que, excepción hecha del Príncipe Guillermo y Kate Middleton, ha perpetrado los más variados escándalos con los abusos sexuales del príncipe Andrés a una menor como repugnante epítome de la trama Epstein.

 

Más allá de todo eso, Isabel II fue una patriota de verdad, no de boquilla como Don Juan Carlos. Nunca la pillaron con una sola cuenta fuera de Reino Unido, entre otras cosas porque era algo que no entraba en su cabeza, es más, tendría que haber vuelto a nacer para hacer negocios personales, para trincar comisiones y no digamos ya para meter la mano en la caja. Nada que ver con el anterior monarca español, que cobraba mordidas como si no hubiera un mañana y se llevó más de 1.000 millones a paraísos fiscales. La moraleja made in Spain que podemos extraer en este adiós es qué bien le hubiera ido a Don Juan Carlos si hubiera imitado a su prima Lilibeth en lugar de tomar como referencia a esos primos del Golfo Pérsico que derrochan el dinero y aplastan las libertades. La conclusión global es que ya no queda gente como ella en este mundo cínico, endemoniado, narcisista, exhibicionista, presuntuoso, histérico, despilfarrador y cuyo gran vicio es la adoración del becerro de oro. Con ella se va una personal e intransferible manera de entender la vida pública, la de aquéllos que vinieron a servir y no a servirse. Dios salve su legado moral, ético y hasta estético.”

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